- ¿Por qué los funcionarios son ateos?
- Porque no creen que después haya una vida mejor.
Este chistecillo popular que viene circulando por los corrillos sociales adquiere tintes cuasi dramáticos en las situaciones de crisis. La inamovilidad en el empleo, ganada en un proceso selectivo de libre concurrencia, y la consiguiente seguridad en el percibo del salario mensual convierten al funcionario en el dardo de todas las críticas.
Siempre hemos defendido que la fijeza en el empleo es, más que una prebenda, una garantía del Estado de derecho que pone a resguardo de la clase política el funcionamiento de la Administración Pública, dicho lo cual hemos de confesar, también, que esa misma Administración Pública se ha convertido en un monstruo obsoleto y caduco que, más que una reforma, necesita una revolución.
Los empleados públicos –incluyo a funcionarios y laborales porque en la actualidad se diferencian solo en la naturaleza del vínculo que los une a la Administración– habitan en esa zona de confort que los mantiene al margen de los avatares del mercado laboral, pero desarrollan su actividad en un magma volcánico en ebullición sobre el que es perentorio actuar.
No suelo comentar asuntos de la política cercana, pero la intención de nuestro gobierno autonómico de reformar la función pública ha hecho renacer en mí el gusanillo por esta singular materia a la que dediqué seis años de mi vida en la Diputación Provincial, dieciséis en la Administración del Principado y otros tantos en el Parlamento, compatibilizándola con mis funciones de Letrado. Creo que sé de qué hablo.
Lo primero que hay que tener claro es que la Administración Pública autonómica es la primera empresa regional por número de empleados –treinta y siete mil– cuyo coste pagan todos los ciudadanos a través de sus impuestos. Es, por tanto, una empresa al servicio de todos, extremo que no vendría mal convertir en leyenda para que algunos servidores públicos lo tuvieran claro.
En la Administración hay cuatro puestos clave: el Servicio Jurídico, la Intervención General, la Dirección de la Función Pública y el Instituto Asturiano de Administración Pública «Adolfo Posada». Podría dedicar todos los artículos semanales hasta final de año a justificar el porqué de la importancia de estos cargos, pero creo que se entiende sin mayor problema. Centrémonos en la función pública.
Quien asuma estas responsabilidades debe ser una persona con gran experiencia en la materia, con gran conocimiento de los recursos humanos y del derecho de la función pública. Solo así gozará del reconocimiento preciso para acometer las reformas.
Recordemos los demoledores titulares con ocasión del nombramiento de la anterior Directora General: «Un interino al frente de la función pública». Sus actuaciones estaban condenadas al fracaso.
«La primera norma del éxito es una buena preparación».