En la juventud los viajes son la educación del adolescente. Ahora, con la serenidad de los años forman parte del soporte de la experiencia.
Recorrer ciudades ya para uno caminar sobre el tiempo ido. Pasar de una calle a otra, entre una suave brisa en desbandada, es cruzar la historia.
En compañía de nuestro amigo de lecturas orientales, el Charles Dickens de los cafés de El Cairo, salimos a dar un paseo apenas se levantaba con pereza la pesada bruma del Nilo, ya que hay días, y éste es uno de ellos, en que es preferible desdoblar el recuerdo y beberlo despacio como si fuera un balsámico té verde en las orillas de esa aguas tan repletas de vivencias extraordinarias.
El egipcio Nagib Mahfuz, el Premio Nobel de Literatura, lo solía decir en sus relatos, ya que la urbe polvorienta que él describe en sus libros es la de los viejos barrios de El Ghuriya, El Gamaliyya, o el del mercado de Khan el Khalili.
“El Cairo que yo amo - cuenta -, es por ejemplo, el de las calles de “Palacio del Deseo” o “Entre dos Palacios”, - títulos de sus obras - que siguen existiendo aunque con distinto nombre. Son vías populares y llenas de vida y sus habitantes siguen siendo muy parecidos a los que aparecen en mi obras. Pero sobre todo quiero describir El Cairo eterno de las gentes, de sus pasiones, vicios y sentimientos. La historia de las grandezas y miserias humanas reducidas a las calles de esa ciudad”.
Uno de los encantos para recordar de “Al Qahira” (El Cairo árabe), es en primavera cuando se percibe, al cruzar por sus caminitos, los perfumes de los naranjos, sicomoros, palmeras, limoneros, guayabos o flores de jazmín, los mismos olores cuyas esencias se pueden comprar en los bazares y mercados, con nombres sugestivos como “Noches del Desierto” o “Sueños de Cleopatra”.
En el centro de la ciudad, mientras se saborea un “karkadé” - bebida extraída de una planta roja servida en invierno caliente y en verano fría - uno se percata que los cairotas llegan a las cafeterías para fumar en la particular pipa de agua (shisha).
En alguna gaveta de la vivienda levantada en la orilla mediterránea en la que moro, están las fotografías de esa ceremonia. Estoy con la pipa en la boca y un turbante sobre la cabeza. Era simplemente, no hay duda, una pose turística, pero ahora es un gesto seductor en la soledad del recuerdo convertido en lejanía.
También, sobre ese relámpago transformado en soliloquio, uno debe rescatar la ensoñación cautiva, las pirámides, ya que no hablar de ellas en esta agridulce postal de viaje, es no haber ido a Egipto.
Antes de llegar al Valle de Giza, comienzan a emerger los espejismos de estas enigmáticas maravillas faraónicas, levantadas, cuando aún el tiempo no existía, con la única misión de idolatrar a dioses con nombres de eternidad.
Ver esas construcciones es sentir la esperanza perdurable buscada con ahínco por los faraones. Allí, bajo la luz tornasolada de una tormenta de arena, un guía de camellos nos recordó el proverbio que hace temblar la existencia en su dimensión cósmica: “Todo el mundo teme al tiempo, pero éste teme a las pirámides”.
Uno se percata en medio de esa soledad, como un pueblo, con la única pasión de ser inmortal, llegó a vencer el sentido de la muerte por encima de la propia vida y el siroco del desierto.