Algunos días una columna de periódico surge a manera de una brisa, siendo parte de la sangre que dulcifica la imaginación y constituyen el deseoso de narrar vivencias para no sentirnos olvidados dentro de uno mismo.
Garrapatear palabras es ir uniendo concreciones, dudas, algunos temores y vacíos largos e interminables, siendo ese el andamiaje para hacer una opinión.
Los columnistas son narradores tenaces, unos cronistas de las ideas más dispares, donde saber rememorar para conjugar las ideas y que éstas se amolden a un objetivo precioso y muy concreto - el espacio tiránico marcado por el editor - es la madre coraje de esa creación.
Paul Jonson señala que en tiempos de Shakespeare había caballeros escribiendo de forma regular sobre la vida de la capital y así informar periódicamente a la nobleza rural lo que sucedían en Londres. Pero se debió esperar al siglo dieciocho y ver llegar en todo su esplendor la opinión tal como hoy la conocemos.
Hay algo dicho por Jonson digno de tener en cuenta: “Ningún columnista sobrevivirá mucho sin ser hasta cierto punto un hombre o una mujer de mundo”.
Y ahí parece encontrarse la esencia de la cuestión. Se pueden tener sobrados conocimientos de las más diversas materias, ser un erudito de marca mayor, un ratón de biblioteca como vulgarmente se dice, un “cráneo”, vamos, pero si falta el tacto humano, el conocimiento cotidiano de esta tierra que pisoteamos cada día con sus grandes y pequeñas menudencias, nuestros escritos, ensayos o artículos, serán muy floridos, estarán abarrotados de sesudas y grandilocuentes citas, pero les faltará el lado humano, donde se encierra el duro y prolífero oficio de escribir
Tras exponer lo mencionado, hay algo imprescindible en todo medio de comunicación: credibilidad.
He tenido la satisfacción de conocer a un periodista excepcional con cualidades humanas admirables. Se trataba de Guillermo Cano, director de “El Espectador”, el gran diario colombiano, asesinado por los sicarios de Pablo Escobar el 17 de diciembre de 1986.
Con él hicimos un viaje a Francia en compañía de un grupo de directores venidos de medio mundo. Mi persona representaba a Venezuela como responsable de Elite, la revista en que Gabriel García Márquez escribió alguna de sus crónicas más admiradas, recuperadas en el libro “Cuando era feliz e indocumentado”.
Allí le escuché decir a Cano, durante una cena que organizó para los visitantes el entonces alcalde de París, Jacques Chirac, después presidente de Francia, estas palabras:
“Cuando un periódico pierde su credibilidad, desaparece su prestigio y se destroza el respeto que los lectores le tenían.”
Esa expresión debería ser el credo de conciencia en todo autor de una la columna periodística.