Se cumplen quince años de la partida de Juan Pablo II, y la estantería cercana a la mesa en la que escribo estas letras, hay una fotografía del papa polaco tomada en los aposentos privados a los que el cardenal venezolano Rosalio José Castillo Lara nos llevó una mañana romana. Allí esperamos la llegada del presidente Hugo Chávez en visita oficial al Vaticano.
Es una imagen simple, y aún así, representa la remembranza de un fugaz encuentro con el admirado Pontífice, presencia viva aún en el corazón de una considerable suma de hombres y mujeres en todos los rincones del planeta.
Permanentemente el Pastor polaco revindicaba la oración. Él sabía que el Padrenuestro es la irrefutable plegaria cristiana. También la más sencilla, sensitiva y emotiva. Pronunciarla emociona. Durante más de dos mil años apenas se modificó; se hicieron algunos retoques, pero insignificantes.
Esa rogativa contiene idénticas palabras a las pronunciadas en las catacumbas de Roma y en los pequeños cenáculos de Alejandría, Alepho y Jerusalén, sobre la sangre de miles de mártires.
En el año 2014, el actual Pontífice Francisco elevó a los altares al hoy san Pablo II, que ya era venerado por millones de creyentes.
Uno sigue el sendero interior sobre las oraciones aprendidas en la niñez, soporte de mis creencias - no portentosas ni excelsas - pero sí francas.
Quizás no sea un fidedigno hijo de la Iglesia de las Catacumbas. Cristo – conjeturo – entenderá mi enredo cuando pronuncio cada noche el “Padre Nuestro que estás en los cielos” de la misma forma en que lo hacía, apenas levantando un palmo del suelo, al lado de mi madre.
Evoco ahora la encíclica “Fides et ratio” del aquel sacerdote llegado de Polonia, y de ella aún recuerdo las preguntas que he intentado siempre inquirir:
“¿Quién soy?, ¿a dónde voy?, ¿de dónde vengo?”. Interrogantes que representan los enigmas imperecederos que nos hacemos, en algún instante en el camino de la vida, todos los humanos de cualquier creencia espiritual.
Paul Johnson, autor de “La historia de la cristiandad”, nos legó su peregrinaje personal con el deseo de resolver sus propias dudas, y sobre ellas, su reacción humana ante las incertidumbres de la fe. El raciocinio se basa sobre el sendero que realizó el propio Karol Wojtyła: un aporte a la sempiterna pregunta de la existencia o no de Dios.
De la humanidad de aquel admirable Karol Józef Wojtyla brotó, al final de su vida, unas enaltecidas palabras:
“En la medida en que se acerca el límite de mi vida terrena, regreso con la memoria al principio, a mis Padres, al Hermano y a la Hermana (que no he conocido, murió antes de mi nacimiento), a la parroquia de Wadowice, donde he sido bautizado, a aquella ciudad de mi amor, a los coetáneos, compañeros y compañeras de la escuela elemental, del gimnasio, de la Universidad, hasta los tiempos de la ocupación, cuando trabajé como obrero, y en seguida a la parroquia de Niegowie, a aquella Cracoviana de San Floriano, a la pastoral de los académicos, al ambiente... a todos los ambientes... a Cracovia y a Roma...”
Sucedió el 16 de octubre de 1978, cuando ese hombre salió al balcón de la Plaza de San Pedro a saludar a la multitud. Era el primer pontífice no italiano desde 1523. Su lema expandido al mundo fue indomable: “No tengáis miedo”.