En lo más intimo de nuestro ser damos gracias al cielo protector al haber llegado a la cima de la existencia con sosiego, sin angustias ni achaques, solamente llevando algunas incertidumbres que no han sido comprendidas, ya que entre una divinidad arropada de misterio y nuestro cuerpo humano, nos quedamos con la dulzura de la naturaleza.
La ineludible reclusión en el hogar que nos obliga el furor del Coronavirus, sigue desparramando en el planeta la condena de los vengativos dioses del Olimpo. Todo, en el coexistir cotidiano, se ha troquelado y recubierto de tribulación.
Hay miedo, ramalazos de sufrimiento y una hilera interminable de fallecidos que no han podido tenido tener a su lado la presencia de padres, esposas e hijos.
Pocas veces unas cenizas han partido a los campos de la Parca tan solitarias sobre la barca de Caronte. En el Eclesiastés ya se nos había dicho: “No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte”. Y esa sanguinaria soledad envuelve a los muertos por la cruel toxina.
A su vez Sócrates enunció: “Lo mejor que le hubiera podido suceder al hombre tras haber nacido, era morir joven”. No lo compartimos, la larga experiencia humana es una dádiva extraordinaria.
Mantenemos una creencia sólida: Cada virtud necesita un ser humano, pero el compañerismo, dos, tres, muchos, y en esa reflexión estábamos cuando recibimos una tarjeta postal.
Llega de la Isla de Capri. La envían unos amigos de “La Piazzetta”, bajo la sombra de las cúpulas de san Esteban con saborcillo levantino.
Las veces que hemos ido a la “isola”, solemos reunirnos bajo los quitasoles del bar Tiberio para hablar de lo divino y humano, saboreando un “liquore di limoni” vendido en la cercana cartuja de San Giacomo.
En aquella roca calcárea uno siente, antes de tocar tierra, las voces que aún revolotean en la isla, de Pablo Neruda, Lord Byron, Máximo Gorki, Curzio Malaparte, Axel Munthe y Graham Greene, seres sensitivos a los recovecos del alma, la brisa del mar, el tintineo de las campanas, un olor a hierba, y el reflejo de la luz en los ojos de un longevo ser que sigue guardando en su mirada cada una de las sensaciones de la existencia.
Apreciamos en estos soplos de luz y aire, los senderos serpenteados, la querencia pavonada de pasión inflamada que nos recuerdan a cada instante que existimos.
¿Y la realidad humana? No lo expresemos muy alto no vaya a ser que la muerte sienta envidia de algo que ella nunca conoció ni podrá sentirlo en ningún tiempo: las vivencias enardecidas, asombrosas, excelsas en el amor.
La plaga pasará tras el inmenso huracán de sufrimiento, y la subsistencia continuará. Luchar contra los avatares es nuestra misión. Siempre ha sucedido así y la raza humana ha salido renovada.
En estos momentos intuyo que Dios creó al ser humano para hablar con él y no estar solo toda la eternidad.
Al instante, el arcano viento mistral nos susurraba: “No tengáis desasosiego. La vida es más duradera que toda epidemia cruel”.