A recuento del malévolo Coronavirus que todo lo arrastra dejando desolación y muerte, un acontecimiento tan arraigado en España, la Semana Santa, no podrá celebrarse. Igualmente el “Día Internacional del Libro” que cada 23 de abril, en todas las naciones que hablan la lengua castellana, homenajean a Miguel de Cervantes y a su inmortal obra “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”, texto invitado a leer al ser la lectura bálsamo y reposo del el espíritu.
El duro brete económico actual, esa ventolera apabullante que recubre la esfera terráquea con más incisión en unos lugares que en otros, ha pegado duro a las editoriales de toda catadura. “Los libros salvan la crisis”, se grita con el gesto vehemente parecido al “Cristo salva” de los catecúmenos Testigos de Jehová.
Con todo hay algo amargo: los epítomes literarios no son, mal que nos pese, un asunto de primera necesidad. Millones de hombres y mujeres nacen, viven y mueren sin haber tenido nunca en sus manos una hoja escrita a la pálida luz de un candil que pudieras ayudarlos a sentir la inconmensurable belleza de un poema y, a pesar de esa desazón, han sufrido, amado, gemido y fallecido inclinados en el yermo de la soledad como cualquier genio prodigioso de la literatura universal.
Ciertamente es más barato comprar un libro que salir a cenar, pero es más cierto que en el corto espacio de escribir esta cuartilla y media, varias docenas de niños mueren de hambre entre los arrabales miserables del planeta.
Uno no concibe la existencia del ser humano sin los libros; otras personas sin televisión, droga, alcohol o sexo. Se podrá decir que en la literatura hay toda esa materia en abundancia y mucho más, y si añadimos querencia, odio, pasión desmedida, sacrificio, traición envilecida, engaño y los demenciales autócratas de turno, tendremos en un puñado de cuartillas reflejando el Gran Espectáculo del Mundo
La designación de mes de abril como día del libro, proviene de una coincidencia asombrosa y hasta cabalística: una vez emparejados el calendario Juliano y gregoriano, se produjo el fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega en el año de 1616. Y casualidad recóndita: Miguel y William fallecieron el mismo día 23 de abril.
Indudablemente, el único homenaje posible al libro es leerlo, al no existir otra forma de glorificarlo. Se pueden poseer docenas de tomos bellamente encuadernados en los anaqueles de las estanterías, y aún así, si no se toman entre las manos, se abren y se sumerge uno en sus parajes en cuerpo y alma, todo será estéril.
Sobre la mesa en que ahora escribo estas líneas hilvanadas al socaire de la noche a la orilla del mar Mediterráneo en que moro, reposan las “Cartas a Lucilo” del cordobés Séneca. Es un tomo pequeño, cabe en un bolsillo de la chaqueta y lleva conmigo media vida. En una de sus máximas nos dice: “Aunque tuviese un pie en el sepulcro, desearía aprender”. Yo añadiría algo más, amar y ser amado.
Ahí, y en eso creo, se halla la razón de la ineludible presencia de los libros.