Debido al Coronavirus, los días y sus noches se hacen cansinos, y solamente algún reportaje en Discovery Channel y libros aún no leídos, nos ayudan en las horas monásticas con su campanilleo conventual.
A cuenta del encierro, escarbamos en la biblioteca casera y hallamos “Las piedras de Versalles conversan”, relato centrado en el primer palacete o coto de caza de Luis XIII, hasta el momento de colocar Luis XVI su cabeza en la guillotina.
Del absolutismo a la comuna, sabido es que Francia es el país de las piedras eternas. Si partimos de la arquitectura gótica haciendo un corto recorrido por la abadía de Saint-Martin-des-Champs, y bajando hacia el Sena al encuentro de Notre-Dame, teniendo al lado Saint-Germain-des-Prés, todo lo que verán nuestros ojos en aquel París tras la muerte de Carlos V, serán altos muros, rosetones y misteriosas gárgolas, en donde las formas románicas y góticas se contraponen entre la bóvedas aristas con los ábsides que intentan abrazarse de forma extraña, y hasta fea en algunos aspectos, con el contorno ojival.
En una tierra en que los cardenales eran nombrados por los reyes, era fuerza divina la presencia de hombres como Richelieu y Mazarino, cuyos palacios están a un paso del Boulevard Raspail.
Allí, frente al Louvre, más que en ninguna otra parte, esas piedras saben que tarde o temprano, el miedo a la Fronda agitando París y a las permanentes epidemias de hambre, cólera, peste y contiendas, empujarán a los Borbones a abandonar, casi traumatizados, la capital del reino.
El “Rey Sol”, Luis XIV, en hondos arrebatos de grandeza, acumulaba torpezas entre guerras y aventuras que casi dejan las arcas del trono vacías y, aún así, tomó la decisión de construir un palacete a unos pasos de la ciudad, en un paisaje boscoso rodeado de tierra pantanosa con abundante caza: Versalles.
En la última visita que hicimos allí el día nos fue propicio. La primavera se había adelantado y aunque la frondosa arboleda estaban algo desnuda, un sol pálido, apacible, nos acompañó toda la jornada, permitiendo recorrer a pie los acogedores bosquecillos y los agradable senderos, para encontrarnos en cada recodo con deidades de piedra que, recubiertas con lonas verdes para protegerlas del frío de la noche, sus formas hablaban de una fuerza apretada a la naturaleza.
Si esas estatuas hablaran – y alguna noche de plenilunio lo hacen – sabríamos la otra historia de Francia unida a los amores de la hermosa Adelaida, la hija predilecta de Luis XV, a la que nadie llamaba princesa, sino Madame.
Las amantes fueron considerables y no todas casquivanas, ya que la favorita de Luis XIV, llevó al monarca a construir el GranTrianon, todo revestido de porcelana de Delf, y así, un poco apartado de los aposentos de Versalles, el rey pudiera dar rienda suelta a su fogosa pasión que no parecía encontrar final.
Toda persona conocedora de la mayólica sabe de su fragilidad. En muy poco tiempo, las paredes del Trianon se fueron deterioraron con la misma rapidez que la favorita caía en desgracia. Otras llegaron y partieron igual a hojas caídas entre los aposentos del ya anciano monarca cuyo cuerpo comenzaba a padecer los síntomas de la sífilis, y aún así, el palacete fue revestido de más jaspe para mantenerlo erguido aún por encima de la tumba del hombre que pudo haber sido muchas cosas, menos vulgar.
Si no es cierta esta historia revivida en nuestro tiempo de obligada clausura, que nos desmienta uno de los bustos de Bernini.