Sobre lo perverso que tiene el Coronavirus que nos asfixia, hay algo que ayuda a la cuarentena: leer. Los libros que forman parte de nuestro vivir, y que muchos de ellos han estado a nuestro lado en los largos tiempos de la emigración, son ahora de agradecida ayuda.
A razón de ese drama escribiremos de versos desgarrados.
Relataba el poeta Nazim Hikmet que todos somos lo que deseamos ser, “y aún así, no siempre la pasión nos deja, y eso sucede con frecuencia”.
Narrar la historia de Nazim - un camino de cárceles y destierros – es describir la naturaleza de un poeta torrencial en los 41 años de su vida.
Si hubiera sobrevivido a mazmorras, hospitales, enormes heridas y humillaciones, sería todo él una fuerza telúrica convertida en manantial para apagar la sed de los desterrados del planeta. Vivió poco y, aún así, su agua impetuosa no deja de surtir.
Había nacido en Salónica en 1902, ciudad hoy griega, entonces turca. Apenas con 18 años se marchó a Moscú a estudiar Ciencias Políticas, pero antes que absorber los textos y las asignaturas, confrontó los vapores con sabor a pólvora de los primeros gritos revolucionarios que culminarían con el domingo sangriento de San Petersburgo y el motín del acorazado “Potemkin”.
Fuera de Turquía, habríamos de arroparnos en Vladimir Mayakovski a fin de conseguir la compresión hacia la desolada multitud humana.
Bien se pudiera decir que Nazim, sus huesos, piel y carne, formaron una unión consumada desde el mismo día en que llegó a la tierra para convertirse en un portentoso vendaval defensor de todo los adoloridos, aquellos con hambre de justicia, hogaza y equidad.
El que haya leído alguna vez las estrofas “Las pupilas de los hambrientos”, se habrá estremecido hasta volverse la saliva dolor:
“No son unos pocos / no son tampoco cinco, diez: / treinta millones de hambrientos / son los nuestros”.
Y tenía cordura: los pordioseros, cada solitario – los tuyos y los míos – los de todos, son más gotas de agua que todos los océanos salitrosos.
“¡Es inmenso nuestro dolor! ¡Inmenso, inmenso!”, gritaba a las corrientes del Bósforo mientras veía llorar a los derviches una tarde acanalada en las murallas de Adrianópolis.
Cada uno de nosotros deberíamos de leer, aún si fuera una sola vez, los poemas de Nazin Hikmet, mientras vemos cruzar a un cortejo de jenízaros camino de guarnecerse a la sombra de los seis almenares puntiagudos de la anublada mezquita del sultán Ahmet, en el momento mismo en que el mariscal general Mustafá Kemal Ataturk, primer presidente de Turquía, introduce la modernidad sobre Gálata, el barrio más babélico de Estambul, descrito admirablemente en la actualidad por la pluma del Premio Nobel Orhan Pamuk.
Pablo Neruda abrió el pensamiento de Nazim a Occidente, la esencia de un ser que primero fue un defensor a favor de los oprimidos y más tarde un poeta de luchas que pasó la mayor parte de su vida en penales y dijo:
“Has de saber morir por los hombres, / y además por hombres que quizá nunca viste, / y además sin que nadie te obligue a hacerlo, / y además sabiendo que la cosa más real y bella es vivir”.
Y así, en ese rincón de estirpe sunita, que va de Asia occidental a la Europa oriental forjando uniones con los antiguos imperios romanos, bizantinos y otomanos, las versolaris estrofas de Nazim Hikmet, son cada una de ellas un espejo de justicia imperecedera.