Un presidente amoral al borde de la legalidad

Lamentablemente, no tuvimos mucha suerte con los presidentes del Gobierno que han regido nuestros destinos en los últimos años. 

Zapatero ha sido la encarnación de la incompetencia y la plasmación práctica de aquel dicho que repetía machaconamente mi padre cuando en mis primeros años quería explicarme lo que era la democracia: “sistema en el que cualquiera puede llegar a ser Presidente del Gobierno”. 

No solo era incompetente; además, se convirtió en el hazmerreír de Europa. Todavía conservo aquel vídeo en el que, como un pollo descabezado, andaba buscando su ubicación para la foto mientras el resto de los dirigentes europeos se carcajeaban de él. 

Rajoy, al que puse el sobrenombre de melifluo, hizo honor a su condición de gallego, pero en el peor sentido del término. Tuvo todo el poder en sus manos y fue incapaz de adoptar medidas contundentes contra lo que se nos venía encima, cobardeó en el tema catalán y acabó su andadura traicionando a todos los españoles, de modo que cayó en la mayor de las indignidades. Es, sin ningún género de duda, el culpable de la herencia recibida, a la que, a diferencia de lo que ocurre en el ámbito jurídico, no podemos renunciar por más que las deudas superen con creces los beneficios. 

Dice la sabiduría popular que vale más lo malo conocido que lo bueno por conocer, y a fe que acierta. Sánchez irrumpe en el panorama político presidencial con ganas de vapulear todos los límites. No solo carece de la más mínima moral pública, sino que, además, es un sujeto peligroso capaz de romper cualquier regla con tal de seguir en la poltrona.

 ¡Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que a los hombres de gobierno se les formaba en ética! Qué reconfortante resulta leer los valiosos testimonios que las antiguas culturas nos legaron: el Código de Hammurabi, promulgado por quien fuera rey de Babilonia, que recoge los principios que debían guardar los ocupantes de cargos públicos; los principios chinos sobre conducta pública, fruto de los grandes libros del sabio Confucio; la Ética de Aristóteles o las obras morales de Plutarco; el Tratado sobre los deberes de Cicerón, o los Tratados morales de Séneca.

Todos proclamaban la exigencia de que quien ocupara cargos públicos debía honrarlos.

Los aspirantes a esos cargos debían vestirse de blanco, pues ese color simbolizaba pureza, y debían de ser cándidos; así, el más “cándido” pasaba a ser candidato.

Nostalgia pura. La bajeza a la que hemos llegado exaspera. Ahora, el que más miente, el que rompe las reglas morales y éticas, el que destruye al enemigo valiéndose de trucos y artimañas, el que se sitúa al borde de la legalidad es el que triunfa. 

La lealtad a los principios constitucionales, la honestidad, el respeto, la defensa del bien común y del interés público, la responsabilidad, el mantenimiento de los compromisos y promesas, hacer lo que se dice y decir lo que se hace son valores que no cotizan.

Tenemos un Presidente del Gobierno embustero, falso, que rinde culto al secesionismo sin darse cuenta de que las concesiones que haga que no sean la independencia y la amnistía no servirán para sanar el virus que aqueja a los separatistas, y si les concediera tales pretensiones saldría de Moncloa escoltado por la Guardia Civil. 

Este virus afecta a las personas, no a los territorios, porque ¿alguien se ha parado a pensar lo que ocurriría si los catalanes separatistas se trasladaran a Andalucía y un número igual de andaluces se reubicaran en Cataluña?

¿El virus del independentismo germinaría en Andalucía o el cambio de territorio actuaría de vacuna? 

Interesante cuestión.Cuando asumimos la ilegalidad como materia de debate, socavamos las bases de la democracia.

 



Dejar un comentario

captcha