Hace unos días, el 3 de febrero, falleció George Steiner, uno de los pensadores más desprendidos, penetrante humanista y filólogo reconocido, cuyos textos ayudaron a encauzar el deslumbrador arte de comprender los matices de la existencia, y a nosotros en lo particular, a tener una cierta idea de Europa.
Conocimos al autor de “Errata, el examen de una vida” en Oviedo, al recibir el Premio Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades, y siendo allí en donde le escuchamos explicar que, “bajo las circunstancias actuales, algunos problemas son más grandes que nuestros cerebros.” Dicho por él, nos condesciende asumirlo sin la menor indecisión.
Esa expresión incrustada en la noción objetiva, nos exige preguntas encaminadas hacia las leyes de la existencia, tema que con tanta grandeza ayudó a conocer John Hodgdon Bradley en su libro “El desfile de la vida” - publicado en Argentina en 1945 - y a la par, los apoyos de Stephen Hawking con “Breves respuestas a las grandes preguntas”; otro de Amin Maalouf en “Naufragio de las civilizaciones”, y Eduardo Punset situándonos “Cara a cara con la vida, la mente y el Universo”.
Debido a Steiner, sabemos que desde los tiempos de las cavernas los humanos solamente aprendimos a enterrar a nuestros muertos, añadiendo a ese entorno una angustia doliente: “La certeza de que no hay otra existencia tras la muerte”.
Él quizás podrá saberlo ahora tras haber cruzado el umbral del tiempo imperecedero.
A partir de los dibujos en la cueva de Altamira, o "El arte de la guerra" del maestro Sun Tzu, hasta llegar a la revolución del lenguaje y el sentido de la literatura, parece haber pasado una eternidad, aunque solamente el período necesario para ir de la quijada de asno al desmembrar el átomo.
Aún así, y al ser todo un enigma, deberíamos estar preparados para un traslado acompañado de un nuevo Dante, con la grandiosidad de ver y escuchar, en un lenguaje conmovedor, el renacer de una nueva existencia desde el principio del tiempo ido.
Siempre la humanidad ha estado asustada, al ignorar cómo empezó la vida, dónde, ni exactamente cuándo.
Creamos poesía, música, prosa, el amor excelso, alabamos al Creador, levantamos cohetes a la oscuridad del espacio y clonamos seres vivos; glorificamos las Pirámides, el Partenón y el Faro de Alejandría; moldeamos en mármol “La Venus de Milo” y, en un toque de inspiración sublime, nacieron “El Paraíso perdido”, “Hojas de hierba” y la partitura “El himno a la alegría".
Y aunque aún no hemos aprendido a formar un valor en donde imperase el respeto a la existencia, eso quizás llegará.
La inteligencia, y lo dice Steiner en “Extraterritorial”, es un ardor que se escapa de las barreras de la definición, y aún así lo seguimos indagando para mejorar nuestras humanidades.
Se conoce bien la potencialidad del cada ser, ese pretérito enfrentamiento contra los elementos y los quebrantamientos del espíritu, recordándosenos, aún en las peores circunstancias, que los valores eternos nos hacen levantarnos sobre nuestros propios errores y mirar el horizonte reparador con extraordinaria esperanza.
Somos ideas. El ímpetu es un ardor que se escapa de las barreras de la definición. Y ahí se hallaba Steiner para recordarnos que los acaecimientos, siendo más grandes que los sentidos, poseemos la certeza de que nuestro raciocinio sabrá abrirse su propio camino.
No hay vuelta de ruta y quizás conforte saberlo, ya que siendo así, y siguiendo la senda contra los quebrantamientos de las dudas perdurables, la presencia humana, mientras siga pisando la tierra, será una dádiva prodigiosa.