La inamovilidad de los funcionarios públicos, entendida en el sentido de que, nombrado un funcionario conforme al ordenamiento jurídico, no puede ser removido del cargo sino por las causas tasadas y previamente delimitadas en la legislación de función pública, no es una prerrogativa exorbitante ni un privilegio, sino una garantía del Estado de derecho.
Afortunadamente, han quedado atrás los tiempos en que Javier de Burgos o Posada Herrera defendían la tesis de que todos los empleados públicos tenían que ser hombres de confianza de los ministros y, por tanto, estos debían tener la facultad de nombrarlos y separarlos con entera libertad. Era la época del «spoils system»: quien ganaba las elecciones ganaba el botín, que era la Administración y todo su presupuesto; los empleos públicos eran para los vencedores de la batalla política.
Frente a esta tesis, se fue abriendo camino la doctrina de la neutralidad política del funcionario e imponiéndose el principio constitucional de mérito y capacidad para el acceso al empleo público, que hace (¿hacía?) inviable, al menos en este concreto ámbito, el sistema de botín de nombramientos y ceses.
Cierto que con Felipe González se restableció en parte el sistema descrito al generalizar la libre designación, pero hoy este fenómeno tan abrasivo para la Administración está neutralizado, aunque persiste la «designación política» para determinados puestos de trabajo.
Así, en el ámbito organizativo de los abogados del Estado, que es el que nos interesa, está la figura del Director del Servicio Jurídico, a cuyas instrucciones deben atenerse todos los del gremio. Resulta obvio que este cargo es de «designación política» y que al frente del mismo se encuentra un abogado del Estado de confianza del ejecutivo.
Esto es así y siempre ha sido así.
Pero, ¿esta circunstancia justifica que se pueda emitir un informe claramente contrario a los intereses del «Estado»?
Y que es contrario a los intereses del Estado es evidente, puesto que colma las expectativas de los separatistas.
Al sostener el informe en cuestión que Junqueras debe salir de la cárcel, recoger su acta de eurodiputado y ejercer como tal, el Estado, a través del órgano pensado para defenderlo, se está posicionando oficialmente contra la sentencia dictada por el Tribunal Supremo y también poniendo en tela de juicio el informe de la Fiscalía.
Sinceramente, nunca pensé que ese cuerpo de élite, al que tanto admiraba hasta que en el «procés» cambiaron la calificación de rebelión por la de sedición, pudiera llegar a caer tan bajo.
Yo nunca me hubiera prestado a tal ignominia.
¿Para qué sirve la inamovilidad si no es para resistirse a presiones y amenazas provenientes del terreno político?¿Es o no es la inamovilidad una garantía del Estado de derecho?¿Dónde están el honor, el respeto a sí mismos y la dignidad de los abogados del Estado?
Su asociación emitió, antes de que se conociera el informe, un comunicado manifestando que no habían sido sometidos a presión ni amenaza alguna.
En fin, «excusatio non petita, accusatio manifesta».
Los abogados del Estado son, como su propio nombre indica, del «Estado». El «Estado», que no es el Gobierno, es su cliente prioritario y, por encima de las instrucciones que puedan recibir de su dirección, está su condición de abogados y el juramento de respeto a la Constitución que prestaron al tomar posesión de su plaza.
Es jurídica y éticamente reprochable que el abogado haga un informe en contra de los intereses de su cliente, por mucha relación jerárquica que exista respecto al Gobierno, y más en asunto de tantísima importancia en el que está en juego la fiabilidad del «Estado».
Sánchez, con su prepotencia, con su chulería, enterró la credibilidad de un cuerpo con tanta historia. Sánchez es tóxico para la democracia.