Hay historias tan dolientes, que la mirada se convierte en un piélago de lagrimones.
Tras dejar a sus espaldas senderos desparramados e interminables desde su pueblo en Nigeria, - país de la sal - , cruzó, tras muchos días con sus noches, el perímetro fronterizo de la ciudad mediterránea de Ceuta, último obstáculo para acariciar el empeño de llegar a Europa.
En medio de las sombras tiznadas – más que su piel mancillada de cansancio, el fuerte frío y el hambre -, fue detenida con otros compatriotas. Ahí, en ese instante, la adolescente contempló que sus afanes de conseguir una existencia mejor para el hijo que protegía en sus entrañas se derrumbaban, y aún así hizo un juramento: No regresaría a los promontorios secos del Macizo de Ayr, lugar en el que todo es sequedad y la perspectiva de una vida mejor no existe.
En su aldea, una antigua balada habla de cómo la vida es arena, alza el vuelo y se hace nube.
En sus condiciones fue llevada al hospital y curada de las heridas de sus pies macerados. La enfermera la cubrió con un pijama y con él arropar tanta desventura. Del tálamo blanco pasó a un refugio. Tenía miedo, sudaba, y lo que la muchacha y el feto que gateaba en su cuerpo su se dijeron en esas horas nadie lo sabe. A la mañana siguiente apareció igual a la flor del rocío, fría, muerta.
Ahora, en sus sueños eternos llevada sobre el viento de tramontana, mistral, siroco y el sinuoso jamsín, cruzaría la aledaños donde no hay barreras, aduaneros ni pasaporte, y todo en su mirada sería de un azul envuelto en poesía, sémola y miel. Los dones del Profeta a las vírgenes.
En el cielo, un céfiro caliente venido de las estribaciones de la Cordillera del Atlas borró de un manotazo los rebaños de nubes, y una brisa ondulante elevada del suelo, se la llevó en procesión como si de una santa se tratara, el espíritu de esa niña / mujer cuya ansiedad de llegar a la tierra donde el maná aflora, la leche es abundante y los seres son altos y rubios como los dioses, se hizo bruma, soledad, misterio... quimera.
Hace tiempo, tanto que puedo contar las rugosidades en mis ojos, decía en un cuadernillo pequeño, hoy sin duda perdido o vuelto polvo de olvido, que yo también he sido hombre sin tierra. Mi espacio interior, el de los terruños recónditos, el forjado con lágrimas, ya no existe. Toda la soledad trashumante se puede tocar, convertirla en carcoma y arrojarla a la brisa. Esa es la razón de comprender bien ese drama quejumbroso.
La joven ya no manoseará la nieve ni mojará con sus pies el agua del mar Mediterráneo; su cuerpo se volvió lucero, estrella del sur, canción de cuna que nos recuerda a las “Nanas de la cebolla” de Migue Hernández:
“Hambre y cebolla: / hielo negro y escarcha / grande y redonda”.
Los ruiseñores enjaulados mueren a razón de su canto triste. Entre el ave y la emigración hay un mar de silencios, heridas y puñados de soledades mustias.
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