El desprestigio de la Constitución de 1978

El pasado día 6 de diciembre se celebraron los actos institucionales por el 41º aniversario de la Constitución de 1978. Los mismos tuvieron una repercusión más limitada que los de años anteriores, mostrando poco orgullo por una norma jurídica que sirvió para culminar la Transición y consolidar la restauración del régimen democrático en España tras una cruda guerra civil y una dictadura que, durante 40 años, constituyó para muchos un elemento con el que recordar la trágica división que entre españoles se vivió desde 1936 hasta 1939.  

 

Lamentablemente, la Constitución ya no contenta a nadie y, de hecho, en torno a ella se han creado bandos distintos. Por un lado, se puede ver a aquellos que intentan mantener la integridad del Estado en sus aspectos políticos, sociales y territoriales y, por otro, a aquellos que intentan desmontarla política, social y territorialmente. Los primeros consideran que la norma fundamental solo ha favorecido la disgregación de la nación española, cuyos contornos parecen cada vez más difusos y los segundos creen que la Constitución es una cadena impuesta desde sectores franquistas cuyos eslabones hay que romper para que la sociedad española avance y los ciudadanos de los diversos territorios puedan decidir cómo debe ser su futuro. Además, son muchos los que, manteniendo cualquier de los planteamientos de los grupos señalados, consideran que se ha olvidado la fundamental afirmación de Patrick Henry, que señaló que ”la Constitución no es un instrumento para que el gobierno controle al pueblo, es un instrumento para que el pueblo controle al gobierno”.  

 

El artículo 2 de la Constitución determina que la misma se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. Sin embargo, los partidos políticos han conseguido desprestigiar la Constitución por los intereses de sus dirigentes, que, progresivamente, han ido realizando actos que, siendo necesarios para lograr el cumplimiento de sus objetivos, implicaban claramente un quebranto de las bases del sistema constitucional español, en el que pocos piensan desde los asientos del Gobierno, del Congreso o del Senado, instituciones hacia las que se deberían dirigir las principales críticas, aunque es posible reservar algunas para el Tribunal Constitucional precisamente por la incidencia que los partidos políticos han llegado a tener en el nombramiento de sus miembros.  

 

Se puede afirmar que habría que reformar la Constitución para que la norma fundamental del ordenamiento jurídico recupere su prestigio. Sin embargo, no parece haber reversión para un proceso de deterioro de la percepción de la Constitución, cuya modificación resulta imposible por la ausencia del consenso que se manifestó en 1978 y del que ahora solo queda un vago recuerdo. Además, es cierto que una reforma de la Constitución no garantizaría un cambio trascendental de las condiciones existentes, que podrían mantenerse o empeorar con una modificación constitucional realizada sin acuerdos firmes y respetuosos con la esencia de lo que algunos califican con desprecio como “el Régimen del 78”, sin el cual no existiría el sistema democrático actual y del que muchos se quejan precisamente por los defectos que tiene, cuya causa se corresponde más con las consecuencias de la falta de una absoluta de separación de poderes, cuya implantación no ha podido lograrse precisamente por la falta de dirigentes políticos que piensen menos en ellos mismos y más en los ciudadanos.



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