No ha finalizado 2019 y en España ya se contabilizan 52 mujeres asesinadas, mientras las denuncias sobre violencia de género alcanzan las 800.000. Brutal estadística.
Es el horror que no cesa.
A lo largo de los años – y nosotros ya hemos cruzado el último recodo - hemos visto que no es fácil ser mujer en tiempos competitivos como los actuales. Las legislaciones occidentales enuncian en sus textos oficiales la igualdad sin distinción de sexo, pero al elevarse el telón de la realidad, se contempla un panorama desolador en donde las féminas son carne lacerada enfrentando una ingrata realidad: menos trabajo y oportunidades para ellas en la incesante tarea de subsistir diariamente.
En algún sector social han conseguido metas, y aún así, sin poder llegar aún al linde de lo justo: igualdad con derechos compartidos en cada uno de los escalafones que forman una sociedad.
Hay una realidad que desmenuza las membranas de la piel y por ellas surge a borbotones la desabrida situación: el único trofeo que ha logrado la mujer son las cicatrices perforadas a lo largo de su cuerpo.
Con cada una de esas junturas se puede hacer una escalera de peldaños despiadados que deben ser mencionados con recogimiento y angustia: la ablación femenina, con el único fin de eliminar el placer sexual de la pequeña mozuela, queda clavada cual arpón traspasando el corazón sin romperlo de todo, pero dejándolo vaciado de ilusiones.
En esas heredades sembradas de angustias, la niña-mujer no duerme con camisón de seda bajo la luna plácida: la envuelve la rasgada penuria del alba.
Tantas llagas hay en la piel de la mujer como gotas de rocío en un frío labrantío otoñal.
Apenas cada doce días - rotulan las certeras estadísticas - una mujer es atrozmente magullada, o muere en manos de su pareja, ese ser al que un día ella le suministró su cariño sensitivo, apretó su cuerpo infinidad de veces, le parió hijos, acaso nietos, y lo veía como la luz de sus ojos, la esperanza de sus anhelos, el reposo de las ansiedades, es decir, el ser amado.
Los boletines policiales de prensa - siempre impersonales e impávidos – al informar del suceso lo zanjan con una línea: fulanito de tal mató a su compañera en una riña. No hay detalles, pero si uno escarba, abre los entretelones del dolor y la angustia, invariablemente hay una historia repleta de amarguras, soledades y miedos.
Estudios de la convivencia conyugal afirman “que los hogares son más inseguros tras el matrimonio”.
Cada una de esas hembras agraviadas, muchas ya bajo un palmo de tierra, tenían nombre, apellidos, familia y una pasión de gozar o describir. Pero se extinguieron a manos de sus compañeros de boda o de un amor de ocasión.
Cada una de esas historias va creando un montículo de angustias, un nudo de dolor incontenible, un miedo que se congela y forma humedad sobre la piel.
La situación del maltrato femenino es tan grave a escala mundial, que la organización de Amnistía Internacional exhorta permanentemente a los gobiernos de cada nación a incluir en sus programas sociales un compromiso para darles protección, especialmente a las rurales, inmigrantes indocumentadas o solicitantes de asilo, respaldando esas acciones con los recursos económicos para el mejor desarrollo de esa labor de inaplazable necesidad.
Igualmente reclaman que se promueva una normativa que reconozca la responsabilidad de los estados en la persecución contra ellas, y así ofrecerles la obtención inmediata de un estatuto de protección pleno.
Se podrían describir y no acabaríamos, relatos espeluznantes del maltrato a las mujeres de todos los niveles sociales. Normalmente se descubren aquellos casos más aberrantes, pero hay otros cubiertos con un velo de impunidad, que hacen de los dramas un compendio pavoroso.
El fanatismo religioso en todas sus variantes no ha evolucionado en esa arada, ahí la mujer sigue siendo tiranizada. Vamos camino de las estrellas, conocemos los cromosomas del cuerpo, se curan infinidad de enfermedades, gozamos de más años de vida y, aún así, seguimos luchando entre nosotros en nombre de Dios, Alá u otras deidades, lo mismo que en la Baja Edad Media. Un tiempo de espanto donde han muerto más mujeres consideradas brujas o adúlteras, que por decisión de la propia naturaleza.
Una fémina en ciertos lugares es menos que un animal. A éstos se les deja por los campos, pero en docenas de naciones ellas no son nada, un objeto. Se hallan confinadas bajo un futuro asfixiante. Están vivas, pero hace infinidad de tiempo que se han revertido en crepúsculos ennegrecidos.