Es un retazo de vivencia que el autor de estas líneas lleva agrietadas en su espíritu humedecido de añoranza.
Hombres y mujeres a partir de los confines de senderos lejanos, entre ellos cientos de asturianos, hicieron de Venezuela el desembarcadero de la esperanza, y hoy - ahora mismo - están sobrellevando las premuras del país criollo que forjó tantas ilusiones.
A mediados de siglo XX, Europa, intentando sobrevivir – españoles, italianos, rusos, portugueses, polacos, rumanos, griegos, magiares – envió a centenas de personas a los países latinoamericanos para hacer frente a la ardua crisis de la posguerra en el añejo continente.
Si alguien quitó “la fame”, ha sido esa heredad bienaventurada, y con el peculio enviado a nuestro lar, se ayudó a la reconstrucción de docenas de pueblos en la cuna de nuestra nacencia.
A cambio, Venezuela recibió un crisol humanístico de una solidez incalculable. La nación se hizo puerta abierta uniendo sus valores intrínsecos, con los forjados a lo largo de los siglos en los conventos, universidades y tierras del continente de la cruz y la espada. Nueva sangre mezclada con muchas otras, siempre ahí, imperecedera madre de raíces frescas, calaron sobre los surcos criollos.
Es incuestionable: se expatría uno por incontables razones, pero casi siempre en pos de libertad.
Los seres humanos, cuando sienten tronchado su libre albedrío y ya no hay más lágrimas que derramar, levantar velas igual a gaviotas buscando nuevos arrecifes.
La mayoría de expatriados, ya en la edad cansina hoy, no podrán irse del terruño venezolano, se quedarán allí varados, convertidos en sombras y olvidos quejumbrosos.
Cada existencia es un drama que alguna vez se cristaliza en sainete o tragedia, y en esa puesta en escena, la emigración sigue siendo un libreto duro de aprender. Posee sabor a salitre y se cobija bajo noches cuajadas de aspavientos abatidos.
Cada destierro es una quebradura, un ahogo que los años no ayudan a amainar y se va acercando a esas emociones que hablan de cántaros colmados de leche cuajada y las pumaradas guardianes de las primeras querencia amorosas, mientras el mar empuja sobre un mascaron de proa a los desterrados preparándonos a surcar el piélago de la esperanza.
Sabíamos que la heredad venerada iría con nosotros, y a recuento de ello, nos volvimos renuentes al completo olvido, mientras marchábamos a sabiendas de que siempre habría una candelilla encendida recordándonos el volver.
Mientras, esperamos que amainen las aguas turbulentas en aquellas orillas caribeñas, mientras aflora en nosotros la pregunta honda: ¿Alguna vez sucederá?
Las aves cantoras mueren a despecho de su trinar nostálgico. Entre el pájaro y el inmigrante hay un afluente de silencios, palabras lastimadas, arrebatos y amapolas mustias.
Quien padeció el exilio, y aún lo sobrelleva, bien lo sabe.