Moraleja de una moción de censura

Nuestra Constitución, siguiendo el modelo de la Ley Fundamental de Bonn, introduce una regulación muy racionalizada de la moción de censura mediante la denominada «moción de censura constructiva», lo que significa que, en su presentación, se requiere la inclusión de un candidato a la Presidencia del Gobierno de que se trate y una mayoría absoluta para su aprobación que garantice la convergencia sobre el propuesto. De esta forma se evitan los paréntesis sin Gobierno y se prima la estabilidad.

Está claro que el fin último de la moción de censura es derribar al Gobierno, pero este instrumento de exigencia de responsabilidad política, aun sin alcanzar su objetivo, puede cumplir la función que su propia denominación denota: la censura propiamente dicha.

La moción de censura presentada en el Parlamento de Cataluña contra Joaquín Torra, Presidente de la Generalidad, estaba condenada al fracaso de antemano, por cuanto los partidos políticos separatistas, merced a la interesada y sectaria ley electoral catalana, teniendo menos votos, tienen más escaños.

Pero el objetivo no era derribar al Gobierno; el objetivo era «censurar» el apoyo que Joaquín, expresamente y sin recato alguno, había prestado a los CDR detenidos por la Guardia Civil. Más aún, uno de los detenidos lo involucró directamente al manifestar que, según un tercero, Joaquín estaba al corriente de sus actividades y las apoyaba.

Recordemos que estos sujetos estaban intentando fabricar Goma-2 para realizar actos de sabotaje y causar estragos, e hicieron prácticas con explosivos.

¿No son estos motivos suficientes para «censurar» a Joaquín?

Cualquier persona de orden lo hubiera hecho, pero en Cataluña hay un sujeto que se llama Miguel Iceta que no actuó así.

Girauta llamó a los socialistas catalanes «lameculos paniaguados mezclados con ladrones pijos». A mí se me ocurren frases aún más contundentes, pero me las reservo para el ámbito privado.

Lo que sí queda patente es que los socialistas catalanes actuaron con el beneplácito de Sánchez, y eso resulta preocupante porque delata lo que puede llegar a hacer en caso de que necesite el voto de los separatistas.

Al lema «Por España» se le podría añadir, como dijo algún colega, «si interesa», «si conviene», «ya veremos». ¿Quién es más creíble, Rivera o Sánchez?, por referirnos a los dos candidatos más volubles. Difícil respuesta.

Ciudadanos nace en Cataluña como precipitado final de la plataforma cívica Ciutadans de Cataluña y con la finalidad de desmantelar el relato nacionalista catalán.

Es cierto que Rivera nos sorprende cada día con ideas que suponen una reformulación de las vertidas en días precedentes, pero nadie le podrá negar que es de fiar en cuestiones medulares: la defensa sin fisuras de la unidad de España, de la Constitución y de la aplicación del artículo 155 frente a los separatistas, con firmeza y sin demagogia.

Sánchez, por el contrario, se nos presenta no solo como un veleta en la cuestión catalana, sino como una fábrica de propuestas utópicas que nos conducirían al caos económico.

La subida del salario mínimo interprofesional, la disminución del número de peonadas para tener derecho al PER, la vinculación de la subida de las pensiones al IPC y el incremento indiscriminado del dos por ciento a los funcionarios, son medidas que aplicadas simultáneamente crean un laberinto sin salida.

Pura demagogia que solo pretende captar votos, pero votos de tontos útiles o de fragilidad memorística acusada, porque dar credibilidad a esas promesas dice bien poco de la personalidad de los interesados.

Ninguna de ellas le hará falta si sabe reaccionar con la contundencia esperada a la ya anunciada rebelión separatista como respuesta a la sentencia sobre el 1-O. Puede cavar su tumba o cimentar su victoria.

Pero, recordemos, «la confianza del inocente es la herramienta más útil del mentiroso».  

 



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