Los despojos de Franco

Tal vez sea cierto que España es una heredad esperpéntica rociada de añejo vino tinto, mientras a bramidos se habla estos días  - van  para 44 años  -   de un muerto nunca enterrado del todo: Francisco Franco Bahamonde.

Al haber vivido mi persona  una larga expatriación  en Venezuela, el regreso ha representado otro destierro al darnos cuenta de que los lazos comunicantes se habían roto. Vislumbro a la España de hoy  tan exaltada como cuando la abandoné.

Al presente hay una enredadera a razón de  sacar  del Valle de los Caídos  - el Tribunal Supremo lo ha autorizado  - los restos del Caudillo, tras una trifulca con los familiares. Y a  tanto está llegando la ofuscación, que se demanda además un juicio público contra el general.

La guerra civil  terminó en 1939. Aquel conflicto fue entre hermanos y el desespero se repartió a partes iguales. Los vencedores fueron más crueles si cabe.  Les cegaba un odio inconmensurable, y   habiendo tardado años en poder cerrarse una vez finalizado el tiempo de los rencores, escarbar ahora en esas  heridas puede acarrear gangrena.

 No se debe  olvidar lo sucedido ni tampoco a estas alturas  hurgar  permanente en ella, de lo contrario se llegaría a la batalla de Guadalete o, antes, a  Pelayo en Covadonga

Francisco Franco es una losa de granito en la capilla central  del Valle de los Caídos y,  al presente, aún siendo visitado religiosamente,  es vaho y sombras.

Durante su larga dictadura gobernó con mano dura, siendo  exaltado hasta límites con una hagiografía que para sí hubieran deseado  Alejandro Magno, Julio César, Ricardo Corazón de León o el propio Carlos V. En la actualidad se halla colgado entre un mito decadente y una realidad rota en pedazos.

Aquel personaje pequeño, regordete, introvertido, construido de silencios, fue en realidad, como apuntaba Reig Tapia, profesor de la Universidad Complutense de Madrid: “¿Un santo cruzado, el último caballero cristiano, o un frío e implacable justiciero que aterró a los vencidos con una represión de masas tan cruel que no llegaron a entender ni sus aliados los nazis?”.

El franquismo mal puede ser borrado del presente  por más que haya sido una  pesadilla, un  pavor y una forma de vida  impregnada  de angustia. Su mitología necesitó de una puesta en escena castrense. En medio  estaba la palabra monótona, y aún así jamás una herramienta verbal hizo tanto en el endiosamiento de una figura humana con voz  aplanada.

 Franco fue Señor Supremo por la Gracia de Dios,  penetraba como la Santa Eucaristía, en iglesia, abadía o catedral, bajo palio.  Jamás se inclinó ante un obispo o cardenal, ellos lo hacían ante él. La Iglesia Católica era su madre, pero ésta le sirvió cual una esclava. El Generalísimo vivió entre el brazo incorrupto de Santa Teresa de Ávila y el oscurantismo de Trento. Y todo el país, al unísono, hizo lo mismo con aspaviento.

 “Caudillo de la nueva Reconquista” lo llamó en encendidos versos Manuel Machado – hermano de Antonio - , rematando su exaltación: “Sabe vencer y sonreír...su ingenio / militar campa en la guerrera gloria / seguro y fiel. Y para hacer historia / Dios quiso darle mucho más: el genio”.

Uno, españolito de aquel  entonces, que sobrellevó  la posguerra del hambre, el estraperlo y sus miedos, sigue esperando la hora en  que  la convivencia  ayude a integrarse a todos: vencidos y vencedores, ya que esa  unión debiera ser la única permisible en la España de hoy.    



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