Han trascurrido 18 años y la cutícula de aquella brutalidad desencadenada en la urbe de Nueva York nos despojó de toda antigua quietud, al darnos cuenta de que el espanto había venido para quedarse.
La irracionalidad centrada en una creencia religiosa se volvió pavor y, a partir de ahí, la presencia del odio religioso se envolvió en acciones aterradoras.
Ese día del 11 de septiembre de 2001 nos recuerda - si lo habíamos olvidado - , que el espanto de aquel suceso continúa como al principio de los tiempos, cuando el ser humano con una quijada en la mano, comenzó a realizar el rito sempiterno de asesinar a sus semejantes con inquina y alevosía.
Tal vez todo se haya glosado, escrito, dibujado, fotografiado o cincelado sobre la memoria de esa fecha fatídica. Pueden ir apareciendo más detalles espeluznantes o datos escondidos en el subconsciente de algún superviviente traumatizado; no obstante el suceso en sí, la forma en que unos exaltados traspasaron el cauce del resentimiento para realizar uno de los más pavorosos crímenes de la historia presente, siegue siendo en la actualidad incomprensible a millones de personas por lo que tiene de gangrena sobre una costra de perversidad intrínseca.
Ningún filósofo, periodista, filólogo, cineasta, psicoanalista, psicólogo, novelista o un ser común, dejó desde ese momento de hacerse preguntas que aún siguen sin respuesta, al no haberlas bajo parámetro del sentido común.
Lo acaecido en Manhattan, lo que ofreció esa intensa visión de las brutalidades del presente siglo XXI, fue el reflejo de la sinrazón imperante en los recovecos de la casta humana.
Se habló de venganza religiosa, de lucha entre civilizaciones. Quien más se había acercado a este momento crucial fue un ser fallecido años antes, Mahatma Ghandi. Cuando la India se inflamaba en llamas, exclamó: “Luchando ojo por ojo terminaremos por dejar ciego al mundo”.
Si creyéramos en los dioses emergidos en la “Odisea” diríamos que la causa de tanta perturbación está en nuestro destino, y Atenea, “la deidad de ojos de lechuza”, acusaría a la propia raza humana de ser culpable de tanto infortunio.
El portugués José Saramago solía hacerse de una pregunta durísima cuando las desventuras brutales nos azotaban: ¿Dónde se halla Dios?