Hace exactamente un año escribía en EL COMERCIO un artículo titulado «Los claroscuros de la solidaridad», cuyo eje central era la inmigración. Han transcurrido 365 días y sus planteamientos permanecen plenamente vigentes: la demagogia y el fariseísmo siguen reinando por doquier.
No me resisto a reiterar algunas de las ideas entonces expuestas, debidamente ampliadas y actualizadas.
Comencemos por diferenciar emigración de inmigración. Parecen términos similares, pero no lo son: emigrar es dejar la región de origen e instalarse en otra dentro del mismo país; inmigrar es establecerse en un país distinto del de origen.
La emigración es un derecho humano, pero no lo es inmigrar. Así se desprende con meridiana claridad del artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Ni el Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar, ni el Estatuto de los refugiados, ni la ley por la que se regulan los auxilios, salvamentos, remolques, hallazgos y extracciones marítimos, amparan la actividad realizada por el Open Arms. porque los inmigrantes recogidos en ningún caso son refugiados y porque la actividad desplegada por este buque y por otros similares no es de salvamento por cuanto que para tener tal carácter es preciso que el buque se encuentre navegando, sea navegación marítima o fluvial y no que se dedique específicamente a labores de recogida de inmigrantes lanzados al mar por traficantes de personas.
A mayor abundamiento, el buque en cuestión, en palabras de la Vicepresidenta del Gobierno, carece de permiso para efectuar rescates. ¿A quién se le permite hoy en día desarrollar una actividad sin la correspondiente cobertura legal?
Por tanto, nos encontramos con unos inmigrantes que no tienen derecho a cambiar de país y con un buque que, además de colaborar por alcance con las mafias dedicadas al tráfico de personas, desarrolla una actividad ilícita. Por ello, no nos estamos moviendo en el campo de los derechos, sino en el terreno de la solidaridad, que es otra cosa distinta.
La solidaridad es, sin duda, un valor fundamental de la persona humana, pero para que cale en el tejido social y se institucionalice hacen falta razones que la justifiquen y, en ese marco, no se puede olvidar que hoy en día la sociedad tiene una doble percepción sobre el inmigrante: como amenaza y como competidor.
Como amenaza porque la inmigración tiene una influencia negativa en el estilo de vida y genera problemas sanitarios e inseguridad ciudadana.
Como competidor porque el inmigrante acepta cualquier tipo de trabajo y en cualquier condición, contribuyendo a precarizar las condiciones laborales.
¡Claro que no se puede abandonar a su suerte a unos seres humanos que huyen de sus países de origen en busca de una vida mejor! Pero la inmigración es un problema de control de fronteras, de cómo se regula la entrada de extranjeros en el país y eso requiere la adopción de políticas serias, coordinadas y consensuadas en el marco de la Unión Europea, no maniqueísmo y fariseísmo del que son claros ejemplos los casos de Richard Gere y Amancio Ortega y su tratamiento por las fuerzas progresistas.
El primero fue en su lujoso yate a repartir bocadillos al Open Arms y por ello es un héroe; el segundo dona más de 350 millones al sistema sanitario español para la adquisición de maquinaria para luchar contra el cáncer y se le llama tirano y villano. Viva el sentido común. Mientras tanto, el Gobierno improvisando. Una hora antes de que el Open Arms fuera desalojado, la fragata Audaz partía de Algeciras en su busca.
En fin. Por muchos que sean los que intervienen, la función será un fracaso sino se reparten bien los papeles.