Río arriba, río a bajo

En unas antiquísimas tablas  de barro se  lee que  2500 años antes de Cristo, “mientras la mimaba /

Con sus arrumacos. 

Seis días y siete noches, 

Enkidu, excitado, 

Hizo el amor con Lalegre”. 

Así comienza “El  poema  de Gilgamesh”, la más antigua balada al amor conocida. Surgió  en Mesopotamia, y  el personaje  fue el quinto rey  de la ciudad sumeria de Uruk.

Sobre esa gesta se ensambló  un vínculo de trovas, versos, melodías, novelas, teatro, sinfonías y querencias, un torrente de palabras en que la pasión asume su morada perenne   por encima del hipogeo en que reposa la perseverante  Parca.

En dicha  tarea nos encontramos con un artículo de  Gabriel García Márquez titulado “El río de la vida”, que había   sido insertado en el diario “El País” en marzo de 1981.

En tal escrito el colombiano narra su contacto  con el río Magdalena  de tanta tradición y de él mismo. Sobre  tales aguas, Gabo subió y bajó entre sus márgenes   infinidad de veces siendo un joven estudiante. El primer recorrido lo hizo en 1943, y en su biografía,  “Vivir para contarlo”,  revive aquellos desplazamientos con rememorada nostalgia. 

Es notorio que buena parte  de su  literatura arrumbó  por el emblemático caudal. Sobre esas corrientes describió la odisea de Simón Bolívar en “El general en su laberinto”,  siendo a su vez aliento, exaltación  y santo desvarío amoroso en “El amor en los tiempos del cólera”.

Para una amplia extensión de lectores el libro magno del colombiano es “Cien años de Soledad”;  en nosotros, “El amor en los tiempos del cólera”, y es que este  es la continuación  de las pasiones de   José Arcadio Buendía sobre otros vericuetos, conteniendo  el saborcillo de la innata  esencia paisa donde los personajes poseen, si eso cabe, más existencia propia que los de Macondo.

En esos folios, asumiendo como  angustia la  infección intestinal causada por el agua del Magdalena, las figuras de Fermina y Florentino eran el amor humano que los propios dioses en la Odisea envidiarían.

Úrsula,  en “Cien años de soledad”, da miedo. Con una sola mirada se posesiona de semblantes, almas y piedras.  A conciencia, entre ella y Fermina Daza, uno se queda por afinidad afectiva con esta última, al ser ese relato ribereño en donde  el furor del cólera deja de ser ilusorio, y se humaniza de forma portentosa; tanto, que uno siente  los suspiros enfermizos de ese romance construido de permanentes rechazos, separaciones y reencuentros durante más de 70 años.

En “El río de la vida” – Márquez cuenta que los viajes de su época juvenil eran sorprendentes, aseverando que los capitanes de esos buques fluviales eran autócratas, aunque de buen trato.

“Los  tripulantes -  refiere -  se llamaban marineros por su extensión como si fueran del mar. Pero en las cantinas  y burdeles de Barranquilla, a donde llegaban revueltos  con los lobo de mar del mar, los distinguieron con un nombre inconfundible: vaporinos.”

Los sus desplazamientos los vapores eran lentos, y cuando encallaban, podían pasar semanas varados en los arenales. Gabo señala algo emotivo: “En aquellos buques los pasajeros parecían una sola familia”.

Ahora el Magdalena es un hilillo  de agua en muchas partes de su recorrido. Los habitantes  de las  orillas  ya no beben su agua ni comen su pescado. “Sólo reciben – como dicen las señoras - mierda pura”.

 Han pasado años de ese artículo, y  nosotros no  hemos vuelto a ver esas márgenes fluviales tan recordadas, aún sabiendo aunque   que los altos niveles de contaminación y la deforestación, son tan solo algunas de las problemáticas que se han conjugado contra el gran río madre colombiano que más de una vez hemos bordeado saliendo de Puerto Salgar en Caldas, a  Barrancabermeja  en Antioquia.



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