Hay maletas tan llenas de vivencias que si pudieran departir o escribir un diario, serían extraordinarias cronistas.
Hace unas semanas hemos vuelto a entrar en Jerusalén por la Ciudad Antigua. Había llegado al aeropuerto Ben Gurión procedente de Madrid en un vuelo directo, e inmediatamente nos encaminamos por la moderna autopista de Tel Aviv hacia las colinas de Judea. Nuestro lugar de residencia era el Hotel Dan Panorama, zona de alojamiento ya conocido por el peregrino en viajes anteriores.
Volvimos a cruzar los fértiles campos sembrados de olivos mientras observamos los pequeños pueblecitos alzados sobre la llanura imbuidos de una parquedad casi mística, y cuya heredad forma parte del entramado de la fe de las tres religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e Islam.
El viejo creyente católico que reposa en nosotros siente de alguna forma que estos surcos, piedras y ramajes, le pertenece a una parte de su convicción religiosa quizás desde la eternidad.
En el libro del Talmud se puede leer una expresión de idílica pasión:
“Diez medidas de belleza descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta.
Diez medidas de dolor descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta.”
No es excepcional que el síndrome de esa ciudad, tan igual a la luz y el aire, sea el soplo de una pasión levantada sobre millones de almas a través de los siglos. Todo comenzó tal vez a partir del lejano día en que David lanza una piedra a la cabeza de Goliat, lo derriba, es nombrado rey, y comienza el relato más apasionante jamás contada, encubriendo con ahínco tanta santa demencia, dolor sin fin, amor a raudales, devoción trágica y una fe tan necesaria en los pliegos de toda alma que busca una esperanza.
Durante una de las noches, en el instante mismo en que la urbe se cubre de un color policromado resaltante de su piedra caliza tan característica, dimos un paseo en solitario por los contornos del hotel, y en esa placidez, ante un cielo sosegado, volví a enfrentarme con un embrujo místico subyugante que nos conmueve.
En la maleta, reposando ella en la habitación su merecido descanso, junto a una guía sobre Israel y Palestina, vino un libro de George Steiner. De tanto uso, sus páginas se han vuelto color ocre, sufre algunas hendiduras y pareciera que cualquier mal viento lo va a levantar para convertirlo en remolino de hojas peregrinas.
Se llama “Errata, examen de una vida”, y ahí hallé lo poco que sé del pueblo judío, ayudándome a comprender la paradójica de esta raza cuya esperanza y resignación, es la viva expresión de la existencia de un dios llamado Yahvé que ha marcado a la raza humana, creyendo o no, en las profundas cruzadas de la existencia que hieren hasta el aliento.
El catecismo cristiano nos dice que fe es crear lo que no vimos. Duro arcano que nos llena de inacabadas incertidumbres.
Aún así, algo posee la ciudad de Jerusalén que cuando estamos en ella, uno siente la ternura de una placidez inconmensurable.