Estas líneas son una postal emotiva y sobre ella un recuerdo inconmensurable hacia Venezuela, esa tierra de gracia hoy hendida, desangrada y doliente. Sobre la cúspide del Salto Ángel, hacia el Cañón del Diablo, salta mucha agua, y los viajeros, en un DC-3 que roza las impresionantes laderas del macizo, se emocionan cuando el avión hace unos rasantes sobre La Ahonda y el Valle de las Mil Columnas, fantasmales agujas de piedras envueltas en niebla espesa, que hace más intrigante el paisaje sobre la belleza que todo lo envuelve en esas tierras del sur de Guayana tras sobrevolar la Gran Sabana venezolana
El vuelo sobre uno de los paisajes más impresionantes del planeta, ofrece su esplendor cuando los cerros - “tepui” en el idioma pemón - se abren en zócalos arcaicos enseñando las cicatrices que comenzaron a formarse hace más de 1.500 millones de años.
Canaima no tiene explicación en palabras; ese parque hay que verlo, palparlo con los sentidos, apretarlo sobre la mirada para envolverla de su furia y su color, y con ello saborear el olor de la tierra madre donde los dioses forjaron el reino de lo divino y algunos hombres, como la tribu de los pemones, elevaron en el lugar la catedral del agua y la luz más extraordinaria que mirada humana pudiera ver. El parque es un don de la Naturaleza, una de las bellezas más inconmensurables que ojos humanos puedan ver jamás. Ubicado en el extremo sureste del Escudo Guayanés, con una superficie de 3.000.000 hectáreas, lo convierte en uno de los mayores del mundo. Los tepuis son el símbolo de la zona y la vegetación, vasta y profunda, va desde el bosque húmedo, en las bases y laderas, hasta arbustos y herbazales en la cima, con una gran diversidad de especies endémicas; en las áreas de sabanas y valles predominan las gramíneas y los morichales, con presencia de bosques de galería. La fauna es variada, destacando el jaguar, la nutria gigante, el zorro, el oso hormiguero y los monos araguatos; entre las aves, el águila arpía, el halcón palomero, la guacamaya enana y el conocido colibrí.
Y es que Venezuela, con media de 20 grados de temperatura permanentemente; inconmensurables extensiones agrícolas que producen cuatro cosechas al año. Café, abundante pesca, ganado bovino, gas natural, electricidad, madera, hierro, oro, aluminio, agua a granel, carbón, acero, un arco insular con una costa de 2.718 kilómetros sobre el mar Caribe y el Océano Atlántico, más un emporio petrolero, que bien pudiera estar a la cabeza de la economía latinoamericana y de buena parte del resto del mundo, se ha convertido hoy en la apesadumbrada imagen de un estado tercermundista.
Rómulo Gallegos, el admirado autor de ese incomparable aderezo literario de nombre “Doña Bárbara”, marcó con unas enternecedoras líneas la absoluta grandeza de un país, construido para suspirar sobre él en cada instante, desde el Norte al Sur, del Este al Oeste:
¡Heredad Venezolana! Propicia para el esfuerzo, como lo fue para la azaña, tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena, ama, sufre y espera…