Aún habiendo nacido cara al Cantábrico – en Gijón- , no suelo bañarme en aguas marinas, y tal vez se deba a sentirme hombre de secano sobre latifundios hendidos.
Durante una larga temporada - cinco años por medio - viví en la Isla caribeña de Margarita, y creo recordar que solamente dos veces entré en sus aguas mansas. Soy – y debo reconocerlo - un mortal de sequedales, cerros abruptos, brumas lechosas y vientos del bajo terruño.
El mar – la mar – la contemplo vagando por el malecón o entre la arena fina y quisquillosa de cualquier litoral, observando velas infladas, cascos lustrosos o mástiles garbosos.
Igual a Rafael Alberti, me considero costero de tierra firme.
Intento matizar ahora estos designios en los montículos en forma de dunas del Mediterráneo valenciano donde estoy encallado, mientras brinco sobre juncales, nidos de ánades y cercetas, con la firme creencia de saber – al verlas sobre la arena cercana - de que las mujeres hermosas renacen en los primeros días de abril y desaparecen, como la baja niebla, a finales de julio o primeros días de septiembre.
Tiempo atrás - y hace una infinidad de espacio - esperábamos enardecidos la ceremonia de iniciación amorosa, la misma que ahora estará encallada y reseca en algún plisado de nuestra piel arrugada.
En estas heredades de tronío con madrugadas beodas, chiringuitos, gente guapa, urbes fogosas, sopor de cuerpos despojados, tablaos arañados entre guitarras que descalabran la carne y la dejan en salmuera, las gitanas buscaban el parné entre los veraneantes ensimismados.
Y no es para menos, ya que cada uno, como bien pueda, escudriña un lugar de amanecida en donde posar su cabeza, mientras hace juramento de ley a los correcaminos, es decir, la guardia civil de dos en fondo en busca de algún perdido Antoñito Camborio.
El alcohol carpetovetónico estival no se entiende si no se le absorbe con clarete de Valdepeñas, blanco de Málaga, tinto de Vega-Sicilia, mostos de Rueda o un generoso paladar de Jerez, es decir, sangre de la vid embotellada por manos de costaleros que llevaron sobre sus hombros a la Virgen del Rocío - la Blanca Paloma-, acompañada por mozuelas que iban por los campos igual a torerillo de la tienta amorosa bajo la luna calurosa.
Debe decirse: España es un mosaico de fosforescencia donde uno, peregrino de andar y asombrarse, siente que toda esa ensambladura visual en que se han convertido los meses que dividen el año en dos, son una explosión que llevan indivisa el fulgor de una luminosidad refulgente.
Y es tan así que al ardor de estos días sobre olmos tiesos y limoneros agrios, nos recuerda al poeta de la Huerta de San Vicente, el trovador de las acequias con agua purísima, naranjales, el teatro “La Barraca” y su mentada caída de fanales que nada tiene que ver, ni importa, con su arte único, noble y genial, hasta completar el arco estelar de su vena poética.
Al bardo lo fusilaron entre magnolios entumecidos y búhos borrachos de aceite, en compañía de un sastre y un torero cojo. El cuadro se volvió desgarro, perplejidad, ensueños hundidos, caracolas temblorosas, redobles musicales y suspiros insondables. Es decir: un segmento desgarrado que emerge, se cubre de sudarios y se enaltece entre la primera fosforescencia del alba.
Las estrofas llegan sueltas sobre una grisácea luminiscencia enternecida:
“Que no vendré por el monte, que no vendré por el mar, me he muerto en tierras extrañas y nunca podré llegar. Ojos tristes de mi vida, ¡cuánto tendréis que llorar!”.