Números seguidos de calificativos o sustantivos han pasado a formar parte de la historia: los tres mosqueteros, los cinco latinos, los siete magníficos…A partir del juicio del “próces”, un cuarteto (en Asturias ya lo teníamos: los cuatro ases) se abre paso en el firmamento nacional: los cuatro fantásticos Fiscales del Tribunal Supremo que ejercieron la acusación pública y que han dado una auténtica lección de profesionalidad, ética y honradez: Javier Zaragoza, Jaime Moreno, Fidel Cadena y Consuelo Madrigal.
Frente a ellos, aunque debió de estar a su lado, la Abogacía del Estado, que en una intervención bochornosa y claudicante ha escrito una de las páginas más tristes del Cuerpo, situando a esta honorable y centenaria profesión en unos niveles de credibilidad ínfimos.
Ya dije en alguna otra ocasión que ser Abogado del Estado no está al alcance de cualquiera. Es un empleo público muy exigente en las condiciones de acceso y de ejercicio. Es un Cuerpo de élite cuya función nuclear es ejercer como letrados del Estado en la defensa del interés público.
Su actuación en el “próces” estuvo teñida de tintes políticos, marcada por las instrucciones recibidas del Gobierno, y ha conseguido que el debate sea entre acusaciones, no entre estas y las defensas.
Decía el clásico que el lenguaje lo permite todo. Es algo espantoso en lo que no solemos reparar, pero se puede decir cualquier cosa: nada nos ahoga, nada corta nuestra respiración cuando decimos algo inconveniente o monstruoso. El lenguaje es infinitamente servil y no tiene límites éticos. En una conversación, las palabras las lleva el viento. Lo malo, en esta ocasión y para el currículo de la Abogada del Estado que se prestó a esta pantomima, es que su actuación quedó grabada y ha sido reproducida por todos los medios de comunicación. Empañará su vida profesional y todos la recordaremos como la que se plegó con sumisión a instrucciones ajenas al interés público, que debió ser su único referente.
George Steiner, en su libro “Un largo sábado”, nos dice que “la obediencia ciega es la ignorancia extrema”, y esta afirmación nos enfrenta al dilema de determinar dónde está el límite en el deber de obediencia.
Es este un tema importante porque la historia nos demuestra que la sumisión intelectual al poder ha sido utilizada como argumento para encubrir y proteger los más abyectos crímenes.
El ejemplo al que siempre acudo por su cruda expresividad nos lo proporciona el denominado caso Eichmann. Eichmann era un funcionario de la administración nazi que fue reclutado por la SS para organizar el traslado de los judíos a los campos de concentración para su exterminio. Se dedicó a esa tarea con devoción porque cumplía las órdenes que recibía y esa era su obligación. La ética de la obediencia arrastra a Eichmann por la pendiente de la complicidad con el genocidio, pero se justifica a sí mismo precisamente porque obedecía órdenes. En fin, juzguen ustedes mismos: de golpe de Estado con violencia en las cosas e intimidación -versión de los Fiscales- a meros incidentes -versión de la Abogacía del Estado-.
Es una de las primeras secuelas que nos deja el acceso al poder de Sánchez, capaz de mercadear con el Estado de Derecho por un puñado de votos. No será la última. El personaje que tenemos por Presidente del Gobierno, por más que de momento esté protegido por el manto benefactor de la diosa fortuna, también por un puñado de votos, transfirió a Cataluña la competencia sobre prisiones. No tardaremos en asistir al lamentable espectáculo de comprobar cómo los condenados se pasean por la calle con total impunidad. Un pueblo que elige insensatos, no es víctima, sino cómplice.