Demasiada reflexión en tan corto período de tiempo, pero seamos respetuosos con la ley.
Aprovechemos este parón forzado para meditar sobre un acontecimiento que ocupó la atención de los medios locales y nacionales días atrás y pongamos las cosas en su sitio.
Me refiero al vídeo, que se hizo viral, grabado por Nel Cañedo, hijo, por cierto, de un gran amigo mío.
El vídeo en cuestión, del que yo hubiera eliminado la primera parte, es una suerte de proclama a favor del mundo rural y sus servidumbres, así como su contraste con el mundo urbano. Y, justo es decirlo, ha situado a Asturias en el centro de la atención mundial. Fue más eficaz a efectos promocionales que toda la campaña desplegada por la Administración autonómica.
La excusa argumental es la clausura de un gallinero a consecuencia de la denuncia formulada por el dueño de unos apartamentos rurales colindantes que, a su vez, traía causa en la protesta de los huéspedes de dichos apartamentos incapaces de dormir con la tranquilidad que esperaban.
Seguramente habían leído aquella famosa frase de Fray Luis de León: «Qué descansada senda la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido».
Craso error. En el mundo rural hay gallos, gallinas, caballos, vacas, perros, patos, ocas, tractores, desbrozadoras…, esto es, animales y cosas capaces de producir sonidos.
El tema a dilucidar es cuándo esos sonidos se convierten en ruidos.
En el campo se producen multitud de sonidos naturales: el agua, el viento, la lluvia, los truenos de la tormenta, el canto de los pájaros, el maullar de un gato, el ladrido de un perro, el mugir de una vaca, el relinchar de un caballo, el canto del gallo, el cacareo de la gallina…, es decir, una variada y policromada sinfonía de sonidos que todos aceptamos no solo con naturalidad, sino con agrado, porque son esos sonidos los que nos evidencian que estamos en el campo.
¿Cuándo esos sonidos naturales se convierten en ruidos molestos y perturbadores?
Todo está en función del número y de la hora.
El número es vital. Por ejemplo, el ladrido de un perro se asume campechanamente, con naturalidad. Ahora bien, los ladridos de muchos canes en una perrera desbordan lo que es el sonido natural para convertirse en un ruido molesto e insoportable. De ahí que las perreras se sitúen a una distancia prudencial de los núcleos urbanos.
La hora también es importante. El mismo ladrido del perro del vecino a las 12 de la mañana se aguanta; a las 12 de la noche, es motivo de denuncia.
Si trasladamos estos razonamientos al caso del gallinero de Cangas de Onís, a buen seguro llegamos a las mismas conclusiones.
El canto del gallo a las seis de la mañana debe ser asumido no solo con naturalidad, sino con deleite, porque suena a aldea, a esa aldea a la que hemos acudido en busca de los repiqueteos propios de la naturaleza.
Ahora bien, el sonido emitido por docenas de gallos y gallinas deja de ser natural para convertirse en un ruido que causa sobresalto e impide disfrutar con tranquilidad del ambiente bucólico que nos proporciona el campo.
Más aún cuando, según parece, el dueño del gallinero incitaba a sus gallinas y gallos a cantar encendiendo las luces a las tres de la mañana para simular el amanecer.
En fin, todo en su justa medida. Y para que quede claro, quien clausuró el gallinero fue el Ayuntamiento por falta de licencia.
En cualquier caso, si queremos huevos, tenemos que aguantar el cacareo de las gallinas, eso sí, en su horario «natural».