A los 200 años del nacimiento de Walt Whitman, cuya efeméride es recordada en los suplementos culturales de medio mundo, es promisorio no olvidar que el autor de “Hojas de hierba” representa las valías democráticas.
La historia de esas estrofas épicas convertidos en epopeya, es encendida y exuberante tras haber participado Whitman en la guerra de sucesión norteamericana excitado por la ferviente admiración que sentía hacia el presidente Abraham Lincoln, y una repulsión hacia los esclavistas de los estados del Sur. En los campos bélicos y sus algodónales se le desgarraron al poeta las entrañas asistiendo a los heridos de los dos bandos en disputa.
Lacerado él mismo, y con 36 años, comenzó a subrayar sus “hojas” con una pasión inflamada, demencial, siendo hileras de estrofas más parecidas a largas líneas impetuosas.
En el último día del mes de mayo de 1865, él mismo editó un corto conjunto de esos abrasados ideales que fue recibido con poco y nulo interés. Whitman, que había conseguido un puesto en el Ministerio del Interior, hizo que de la mano de su jefe de sección le llegara al propio ministro un librito. El mandamás lo abrió, leyó unos párrafos que le parecieron aborrecibles, y ordenó que ese “rimador demencial” fuera despedido.
Los pocos ejemplares cuyas tapas poseían ensortijados adornos de flores y hojas que llegaron a las librerías, fueron retirados. El fracaso: completo. Y ahí no fue todo: repartió algunos de los textos a conocidos notables de la entonces pequeña ciudad de Nueva York. Varios reprocharon su atrevimiento y le devolvieron sus “hojas mustias” al expresar de algunos.
Una sola persona de alta envergadura intelectual, y al que Whitman leía, seguía y admiraba, Ralph Waldo Emerson, filósofo, profundamente religioso, escritor y líder del llamado Movimiento del Trascendentalismo, leyó “Hojas de hierba” una y otra vez, y envió una nota al autor en la que decía:
“Creo que es una de las piezas más extraordinarias de humor y sabiduría con las que América ha contribuido. Me siento muy feliz al leerla, como cuando el gran poder nos hace felices. Me complace tu pensamiento libre y valiente.”
Recuerdo ahora mi llegada a Nueva York la vez primera. Venía de Newark. Sobrevolé la estatua de la Libertad y Ellis Island, esa estación de emigrantes cuya marea humana terminaría formando, “no solamente una nación, sino una abundante nación de naciones” al decir de Whitman.
¡Cuántos millones de seres abandonados de ancho mundo anhelaban ir a ese islote y de allí asumir la urbe que en el siglo XX desempeñaba la función de la antigua Roma, de Paris, de Londres...!
Walt Whitman es el poeta de la fraternidad, y su hálito arrebatador no podía dar la espalda a los desheredados de la tierra. Y no lo hizo.
Sus versos son una pavana sobre la nación americana, un canto a Nueva York, a esa urbe que recibió los anhelos de millones de paupérrimos seres en busca de la libertad.