El viajero ha dejado a sus espaldas Tánger al encuentro de Tetuán y entre campos de chumberas, despojados surcos, apretados palmerales hacia el sur, y en días del Ramadán ha llegado a Fez, la más imperial de todas las urbes de Marruecos.
“En realidad – nos expresa Abdul Mohamed, nuestro guía, descendiente según él de una vieja tribu del Sahara - Fez se compone de tres ciudades”
Y como si recitara unas Suras del Corán las canta susurrando: “La primera, Fez de Bali, fundada en el siglo VIII ocupa el valle. Cinco ciclos después la arquitectura hispano - moruna levantó Fez el Jédid; desde el siglo pasado, durante el Protectorado español creció la Ville Nouvelle (la villa nueva) en las crestas más altas de los altozanos que rodean la ciudad”.
- ¿Y por qué Bali y Jédid?
- Una significa “La vieja” y la otra “La nueva”, pero las dos se confunden en un aleteo de hermosura. No hay rincón en Marruecos como este puñado de moradas, pasadizos, jardines, alminares, donde todo parece un juego sensual al sol.
Mohamed posee fibra de poeta y lo expresa en cada palabra. Él nació aquí, cerca de la Kasba des Cherada. Nos dice una sentencia: “En Fez no existe la frontera entre el placer de la mente y el de los sentidos”. Y rompe en una carcajada insinuante.
Nos hospedamos en el Jnan Palace, una atalaya sobre la impresionante Medina, que guarda en sus apretadas callejas a más de 30.000 silenciosos habitantes que parecen estar anclados en la Edad Media, al seguir laborando a mano la artesanía y tiñendo la piel en el barrio de los tintoreros, como se hacía en antiguas épocas.
Una visita obligada es la mezquita andaluza. Fueron los árabes granadinos los que dieron gloria y esplendor a Fez. El barrio donde se halla es visita una obligada al ser impresionante. Como si los palacios fueran a compartir entre ellos. Unos ofrecen grabados en bronces sobre madera de cedro; aquél, arabescos, columnas y ventanales ensortijados. Otros tienen patios con enlosado de mármol o hermosísimos ónix, y fuentes, mucha agua, cuyos chorros al caer de una altura predestinada parecen canto de pájaros, sonidos de campanas o repiquetear oraciones en escuelas coránicas.
Alguien ha dicho que Fez es una combinación de Bagdad y Córdoba, una especie de “Atenas islámica”. Desde 1979 es Patrimonio de la Humanidad, ya que como ninguna otra ciudad de Marruecos mantiene en armonía igual a los arabescos de un minarete, el presente, pasado y futuro engarzados en tonos pastel entre colgantes buganvillas.
De las mismas las ciudades del Atlas llegan a este reino jerifiano los campesinos bereberes con sus hechizos para perderse por la medina entre las callecitas salpicadas al encuentro del bullicioso mundo de comprar y vender. Allí el zoco es cual una colmena zumbadora donde los alfareros, carboneros, carpinteros, herreros, tenderos, carniceros, sastres, guarnicioneros y aguadores, esparcen sus mercancías en una permanente irisación de luz y griterío.
Todo lo que el viajero ha visto en Fez son sensaciones depositas en un pliegue del alma, ya que esa ciudad – y lo sabe bien ella – se regocija de ser el corazón del reino alauí.