Corría el mes de abril de 1971. El general Franco seguía vivo. Aún tenían que pasar casi cinco años para que abandonara este mundo y su cuerpo fuera llevado al Valle de los Caídos. Yo tenía 50 años menos de los que tengo ahora y hacía poco tiempo que había llegado a Barcelona desde mi Andalucía natal. Era joven, muy joven, lleno de rabia y de fuerza para tratar de encontrar medios que pusieran fin al estado de marginación y abandono en que vivían la mayoría de los gitanos españoles. Y aproveché la invitación que me habían hecho desde Cáritas Diocesana de Barcelona para que me instalara en la Ciudad Condal y que desde aquí iniciara lo que en poco tiempo sería el embrión del pujante movimiento gitano que hoy tenemos en nuestro país.
La Iglesia o la Falange
Durante muchos años, especialmente en las postrimerías del franquismo, solo había dos instituciones que gozaban de una cierta libertad para decir cosas que al Régimen gobernante pudieran no gustarle. Denunciar injusticias, reivindicar el protagonismo de los trabajadores en la toma de decisiones, poner de manifiesto la extrema pobreza en la que aún vivían miles de españoles podía costarle la cárcel a quienes lideraban esa lucha. Yo lo sabía bien porque ya me habían advertido en alguna ocasión. Por esa razón, como es fácilmente entendible, preferí ampararme bajo el paraguas de la Iglesia y así fue como algunos gitanos comprometidos empezamos a remover la losa que desde hacía tantos siglos pesaba sobre nosotros condenándonos a la marginación más dolorosa: la de la pobreza y el analfabetismo.
Como se gestó el Congreso de Londres
Esto justificó el que un día recibiera una invitación de un autodenominado Comité Internacional Gitano, residenciado en París, y dirigido por los hermanos Vanko y Léulea Rouda. Unos meses antes me visitó Donald Kenrick, un ciudadano inglés que un día apareció por Barcelona acompañado de su hija, una jovencita que a la sazón debería tener unos 12 o 13 años. Ambos ofrecían la típica imagen que tenemos preconcebida de los ciudadanos ingleses. Rubios como el oro, amables y ceremoniosos en las formas, y ataviados con ropa que mostraban una descuidada elegancia. Me anunció que se estaba preparando un encuentro internacional de líderes gitanos de países de todo el mundo donde por primera vez asistirían gitanos procedentes de la Unión Soviética. Confieso que este anuncio me ilusionó porque intuía que así tendría la oportunidad de conocer de primera mano como era la vida de los gitanos en el resto del mundo. Donald Kenrick era un lingüista excepcional que podía traducir más de 50 idiomas y que hablaba con soltura una treintena de ellos, incluido el catalán. Junto a él dos personalidades decisivas contribuyeron con gran eficacia a que aquel proyecto se convirtiera en una realidad: Fueron el Dr. Thomas Acton, catedrático en la universidad de Oxford y experto en lengua y cultura gitana así como Grattan Puxon un activista inglés que ocupó la Secretaría General del Congreso.
La UNESCO se dejó arrebatar la organización del Congreso
Vanko Rouda estaba empeñado en celebrar en el Palacio de la UNESCO de París un gran Congreso en el que debían participar los gitanos más significados de la intelectualidad romaní del mundo. Él pretendía que el Consejo de Europa diera el primer paso para el reconocimiento institucional del pueblo gitano. Pero las negociaciones se eternizaban lo que propició que Grattan Puxon convenciera a los miembros del Consejo Gitano del Reino Unido, fundado en 1966, para que fuera en Londres donde se celebrara el soñado Congreso Internacional. Alguien calificó la iniciativa de Puxon como un “golpe de Estado”. Y lo fue, pero sus consecuencias fueron providenciales y altamente positivas. Para ello sorprendió a los integrantes del Comité Internacional Gitano de Paris organizando un gran festival cultural el lunes de Pascua de 1971 en Hampstead Heath que es uno de los parques naturales de las afueras de Londres más hermosos y semisalvajes. Tiene más de 320 hectáreas. Esto concitó el interés de los medios de comunicación a los que se hizo saber la importancia del encuentro mundial que tendría lugar posteriormente en Chelsfield.
Había que impedir la presencia de los “gadchés” en el Congreso
Los organizadores tenían muy claro que si los investigadores, historiadores, antropólogos, sociólogos o miembros de las organizaciones humanitarias o caritativas que no fueran gitanos participaban en el Congreso, condicionarían absolutamente sus resultados y supondrían un freno para que los gitanos presentes hablaran con absoluta libertad de su presente y sobre todo, del futuro que querían para nuestro pueblo. Y lo consiguieron. A tal extremo que hasta la comida que nos sirvieron durante los días del Congreso fue hecha por un cocinero gitano de un hotel londinense que cogió unos días de sus vacaciones para asistir al congreso y hacernos la comida.
Pero no podíamos desatender a las personas que habían mostrado interés en acompañarnos o que simplemente querían conocer de primera mano lo que pretendíamos. Y para ello se le encargó a Thomas Acton que organizara una conferencia académica en la Universidad de Oxford, antes de la apertura formal del Congreso. De esta forma quienes participábamos en las discusiones de Chelsfield estábamos libres de sufrir cualquier influencia extraña para interpretar la genuina manera con que los gitanos habíamos vivido nuestra historia pasada y como pretendíamos enfocar nuestro futuro.
A este encuentro académico acudieron por nuestra parte, además del Dr. Acton, que fue nuestro mejor relator del Congreso, el gran escritor gitano Mateo Maximoff, brillante narrador, una de cuyas novelas “Le Prix de la liberté” ha sido traducida a más de 15 idiomas, así como Jan Kochanowski, nuestro más acreditado lingüista experto en las variantes dialectales de los gitanos bálticos, ucranianos y rusos. Ian Hancock, uno de nuestros más ilustres representantes, profesor en la Universidad de Texas, gran lingüista y nuestro representante en las Naciones Unidas bajo el mandato de Bill Clinton también acudió a la conferencia de la Universidad de Oxford.
El 8 de abril, el mejor escaparate de nuestra presencia en el mundo Fue en el Congreso de la Unión Romani Internacional celebrado en Varsovia en el año 1990 cuando decidimos que el 8 de abril era la fecha más señalada para establecer un Día Internacional del Pueblo Gitano. En esa fecha de 1971 se inició la nueva era de la milenaria historia del pueblo gitano. Y hoy, trascurridos casi 30 años de haber tomado ese acuerdo y 48 de la celebración del Congreso de Londres podemos asegurar que el Día Internacional del Pueblo Gitano es una fecha que está en la agenda de todos los gobiernos democráticos del mundo. Y nuestro país, pionero en tantas cosas novedosas referidas a los gitanos y gitanas españoles, una vez más se ha colocado a la cabeza del resto de los países de la Unión Europea. El Gobierno de España, por su parte, en el Consejo de Ministros del día seis de abril de 1998 aprobó el reconocimiento del 8 de abril como Día del Pueblo Gitano. En ese día los ríos de España, como muchos otros en Francia, en el Reino Unido, en Italia, en Alemania, en las dos Américas y hasta en Rusia han discurrido portando en su superficie pétalos de flores. Símbolo de belleza y colorido que han atravesado fronteras sin pedirle permiso a nadie porque las aguas no tienen dueño y las fronteras son un invento que alguna vez deberían tener una función diferente a la de represión de la libertad.
El Congreso de Londres de 1971 ya ha pasado a la historia. Pero si por algo debiera ocupar un lugar destacado en las conciencias de todos los seres humanos civilizados es por haber instituido una bandera que tiene solo dos colores. Una franja azul arriba simbolizando el único techo que nos ampara a todos los gitanos del mundo, y otra franja verde abajo para poner de manifiesto que por encima de las miradas torvas de los nacionalismos excluyentes, somos ciudadanos del mundo.Una fe sencilla, fraterna y hermosa que todos los ciudadanos, gitanos y no gitanos, deberían hacer suya.
Juan de Dios Ramírez-Heredia
Abogado y periodista
Presidente de Unión Romaní