La interrogación siempre se mantiene por sí misma. Y una voz que nunca calla le inquiere: “¿Qué atributo es el despecho?”. Pocos lo sabemos certeramente.
Puede ser un ronroneo, la mirada furtiva entre las enaguas almidonadas de la novia virgen, el gorrión herido en el regazo de la madre palmaria, un adiós ensortijado, cierta palabra malquerida, quizás la navaja abierta apretada al puño o esa brumosa herida de pasión envuelta en un tornado de pena trashumante.
Más allá de la empalizada del huerto, tras los cañaverales, un coro rociero respondía al unísono: “Tristeza del bien ajeno”. Tal vez sea cierto.
La malevolencia de nuestra tierra celtíbera, al ser parte de sus propios atributos, comenta en las esquinas o sobre un tablao humedecido de vino, la frase tajante: un alborozo dulzón que Idolatra a sus ídolos y a la vez siente placer indescriptible cuando la imagen reverenciada se hace pedazos.
Todo ese tumulto agavillado se vuelve parte insalvable de la copla a la que se le puede uncir el yugo arrabalero del tango: “Un sentimiento triste que se canta”.
¿Quién no ha lagrimeado alguna vez al oír “Falsa moneda”, “Ojos verdes”, “La bien pagá”, “La zarzamora” “Marinero de luces” o “Mi niña Lola”?
Sus estrofas son parte de la memoria sentimental, cobriza y rasgada, del pueblo cuarteado. A su lado, el fado portugués las mira, lagrimea y calla. Sin ella, la España de “charanga y pandereta” sería un sufrimiento baldío. El propio viento carpetovetónico revestido de luces repite una y cientos de veces: ¡Malaya la suerte mala!
La melodía agridulce va de la “morenita de aceituna” en la voz de Fernando de la Morena, en un Jerez de la Frontera donde hasta las calles cantan y los azulejos trenzan en sogas las ramas de las arboledas, al trinar del fallecido Enrique Morente – el Picasso del cante- con “Venta Zoraida” y “Si mi voz muriera en tierra”.
La copla despechada tañe, clama, fluye y se desgarra en hervores sobre tonadilleras con mantilla de Viernes Santo que viene anunciado para dentro de pocos días, bata color verde oscuro y corazones picados sobre astas de torito asustado.
Lo rotuló Manuel Machado frente a un viento de olés que se zarandean saliendo una noche opaca de las cuevas del Sacromonte granadino:
“Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor”.
García Lorca lo dictaminó con un golpeteo jondo en la ciudad del Darro:
“Copla, gitana y sola”.
Y aún así, igualmente está escrito que es una dulcificada pasión bebida a sorbos.
Quizás quien lo probó con herida de punzón lo sepa sin remedio.