El juicio a los separatistas catalanes se está pareciendo cada vez más al argumento de las películas de policías y ladrones, de indios y blancos, en fin, por resumir, de una clásica del oeste americano en la que los pistoleros, que en actitud chulesca y faltona se habían apoderado de la calle y del salón, acaban mordiendo el polvo, cuando no huyendo como cobardes, sea por la acción del sheriff de la localidad, sea por la acción del ejército.
Tras la vergonzosa y vergonzante declaración de los responsables de los Mossos, y en especial, de Trapero, otrora todopoderoso jefe de la policía autonómica, que comparecía en las ruedas de prensa junto a los políticos procesados con un aire de perdonavidas y que ahora huye despavorido de toda estela independentista con la sola finalidad de salvar el pellejo, le toca el turno a la Guardia Civil.
A mí, sus declaraciones me llenan de orgullo, no solo por su magnífica actuación, a pesar de la blandenguería de Rajoy y Zoido en el diseño y la planificación del dispositivo de intervención, sino por cómo están afrontado y contestando las preguntas de la Fiscalía, de la Abogacía del Estado y, fundamentalmente, de las defensas. A Vox no lo menciono porque sus intervenciones no dan la talla. Están perdiendo una gran ocasión. No se puede estar a todo: la política y el derecho son incompatibles.
Siento un profundo orgullo al comprobar el nivel de preparación de los guardias civiles, su especialización, su profesionalidad, su buen oficio, su respeto a los principios democráticos y a las reglas del juego. De ellos y de los policías nacionales que comparecerán en fechas próximas dependerá que el Tribunal construya los cimientos de los delitos que se imputan a los independentistas.
Pero no nos engañemos, el separatismo, sea cual fuere la contundencia del veredicto, seguirá vivo en tanto el Estado siga engrasando económicamente las ruedas de la maquinaria infernal en que se han convertido las instituciones catalanas, por más que a lo largo de los tiempos el nacionalismo exacerbado y los intelectuales que le dan armadura hayan sido menospreciados contundentemente.
Pio Baroja los tildaba de fariseos afectados, de reaccionarios sin alma.
Manuel Azaña calificaba el independentismo de provinciano y fatuo y a los nacionalistas de ignorantes, frívolos, codiciosos, desleales y altaneros cobardes.
Ortega y Gasset daba por perdida la lucha contra el nacionalismo al afirmar que «cuando alguien es una herida, curarle es matarle».
En tiempos más recientes, Vargas Llosa proclama que todo nacionalismo es profundamente racista.
Seguramente todos esos calificativos eran merecidos, pero hoy, a la vista de los acontecimientos, cabe añadir alguno más: ridículo, grotesco, chirigotesco, en suma, una caricatura histriónica.
Este sesgo hay que atribuírselo a Puigdemont, que con su actuación ha conseguido tirar por los suelos todo el esfuerzo realizado por sus predecesores.
Pretendió comprar una independencia a los chinos por once mil millones de euros sin darse cuenta de que los chinos son chinos, pero no tontos, y, además, la calidad de algunos de sus productos deja mucho que desear, sin olvidar que tienen la manía de mentir en las tallas. Seguramente le ofrecieron una independencia más pequeña de la que necesitaba y, ya se sabe, cuando el zapato aprieta, el hilo quiebra. Y a fe que quebró; las sesiones del juicio a las que estamos asistiendo, así lo demuestran.
¿Acabará Puigdemont acudiendo a Cofidis? Visto lo visto, no puede descartarse. España ni se trocea ni se vende sin que sus legítimos propietarios, la totalidad del pueblo español, lo autorice. Lo demás son esfuerzos baldíos.
Pero, como bien saben los chinos, corregir al sabio lo hace más sabio, corregir al necio lo hace tu enemigo.