Con el término «política» se hace referencia a multitud de realidades; es un término de los denominados polisémicos.
Lo mismo lo utilizamos para aludir a las cuestiones relacionadas con los ciudadanos, al arte de gobierno de los estados, al quehacer ordenado, al bien común, a la ciencia que estudia el poder público, el Estado, o a la actividad dirigida a mantener o conseguir el poder. Carl Schmitt la define como el juego o dialéctica amigo-enemigo que tiene en la guerra su máxima expresión; Maurice Duverger, como lucha o combate de individuos y grupos para conseguir el poder que los vencedores usarán en su provecho.
Pero quien mejor contorneó la esencia de la política fue Maquiavelo en su obra maestra, «El Príncipe». Decía Maquiavelo: «[…] los príncipes deben asesinar a sus detractores mejor que confiscar sus propiedades, ya que los robados pueden pensar en la venganza y los muertos, no; los hombres perdonan el asesinato de sus padres más pronto que la pérdida de su patrimonio; la verdadera liberalidad consiste en ser tacaño con los bienes propios y generoso con los que pertenecen a otro; las ofensas deben dirigirse todas de un golpe porque, así, paladeadas, dañan menos, mientras que los beneficios deben ser conferidos poco a poco para que sean sentidos con más fuerza; si uno tiene que elegir entre inferir injurias graves o injurias leves, debe optar por inferirlas graves […]».
La gran aportación de Maquiavelo fue haber desechado los criterios morales característicos del pensamiento clásico, que buscaba el «buen gobierno», para sustituirla por un perfil amoral en el logro de un gobierno eficaz. Qué poco se iba a imaginar el audaz florentino que la política en general, y en particular en España, iba a superar todos los límites de amoralidad que le aconsejaba al príncipe y se iba a identificar con corrupción, con engaño, con falsas promesas, con abuso de poder, con guerras fratricidas, con aniquilación del oponente, con guerra sucia, en fin, con una actividad deplorable.
Pese a ello, son muchas las personas que se acercan a ella provenientes de profesiones y actividades respetables. Los ciudadanos estamos asistiendo desde la barrera al vaivén de movimientos de entrada y salida de candidatos, característico del preludio electoral. Algunas incorporaciones son ilusionantes: Edmundo Bal y Cayetana Álvarez de Toledo son buenos ejemplos. Simultáneamente asistimos, también, al ajuste de cuentas sucio y sin escrúpulos, propio también de la etapa preelectoral, pero que en algunos partidos alcanza cotas desconocidas hasta ahora. La purga de Sánchez en Andalucía nos presenta a Susana como una enferma terminal. Si el Presidente revalida el cargo, desconectará el respirador y la otrora poderosa Díaz pasará a engrosar la lista de cadáveres políticos. En Asturias, las cosas pintan aún peor para algunas formaciones.
El cambio de candidato del PSOE está por ver si será un acierto. Conozco a mucha gente que, sin ser socialista, habría votado sin remordimiento alguno a Javier Fernández. Javier es de esos personajes que, con independencia de la eficacia de su gestión –que en muchos casos no depende de él–, inspira confianza por su mesura, por su saber estar, por su aplomo, por su sentido común.
Es un señor, que no es poco en este mundillo.
El PP, como siempre. Mi buena amiga Azucena, florista en el Fontán y lectora habitual de El Comercio, me comentaba días atrás que al Real Madrid y al PP no les hacen falta enemigos externos porque son especialistas en destrozarse entre sí. No le falta razón.
Haciendo un cóctel con Maquiavelo y Cornelio Tácito: La política es el arte de engañar. Hacen una carnicería y lo llaman democracia interna.