Mientras escribo, en un disco digital escucho un concierto de Claudio Monteverde. No soy melómano, mi oído es débil, y aún así las notas musicales me embelesan de tal forma que, sin conocer en profundidad a los grandes compositores, esas partituras son un bálsamo para el ánimo.
Las tonalidades canoras acompañaron al ser humano desde los primeros albores de la vida, y así, tomando un poco del teatro griego clásico con sonidos armoniosos, la música ayudaba a las palabras a revestirse de una nueva forma hasta llegar a los textos de hoy, cuando su arte, con nuevas técnicas vocales y las variadas academias de canto, se terminó convirtiendo en un latido sorprendente.
Y la misma emoción la concebí hace unas semanas en el “Café Moskva” en Belgrado, ciudad de remembranzas emotivas, cuando suena cada noche un cuarteto de violines, y estos esparcen sonidos del alma eslava entre las callecitas de la antigua ciudad celta y sobre el paseo Terazije, igual a un remolino de ternura. El hotel, construido en 1906, ha visto las grandes tragedias eslavas del pasado siglo: la última comenzó en diciembre de 1995 y fue una exacerbación de diversos factores políticos, sociales y religiosos, donde la sangre corrió a raudales.
En el último del viaje, antes de partir en tren hacia Rumania, escuchamos un repertorio que tanto popularizó Saban Bajramovic, el conocido Rey de la música gitana.
Esta corta crónica por tal razón comienza en Belgrado.
Desaparecida para la historia, a cuenta de la cercana guerra de los Balcanes, la República Socialista Federativa de Yugoslavia, el nuevo país de los eslavos del sur volvió ser la Serbia del siglo IX, manteniendo la esencia de una tierra a la que nos unen lazos afectivos al socaire de los bajos pastizales de los pueblecitos bañados por las aguas del Sava, en cuyas iglesias ortodoxas siempre había copias de “El ángel blanco”, cuyo fresco original se halla, como guardián de luminiscencia y penas, sobre el monasterio de Mileseva, en los dominios de Prijepolje.
En el hotel Metropol, en Belgrado, donde me cobijo al llegar a la capital, estas tierras se reflejan también en las pinceladas de los caballos percherones de Petar Lubarda y entre el trigo encendido por el sol de la tarde en los lienzos de Milan Konjovic.
Ahora las tierras belleza en las orillas de los ríos Sava y Danubio (cruza diez países europeos) están apaciguadas, ha vuelto durante los últimos años el sosiego de la existencia siempre anhelada, mientras el vencejo negro y el gorrión de casero vuelo hacen sus nidos sosegadamente, sin ruidos de morteros ni balas pedidas; los robles, tilos y fresnos han endurecido sus raíces y la hermosura de sus ramas es un canto a la armonía.
La imagen del “Café Moskva” con sus ventanales refulgentes de principios siglo XIX y el sonido de los violines, es un segmento de la existencia placentera que merece ser custodiada.