Hay pueblos que nacen magullados tras la batahola de una supuesta revolución social, y terminan rehenes de un sistema personalista bajo la égida de una sola ideología zafia. Ejemplo a mano: Cuba y Venezuela.
Con 60 años de una revolución en la isla caribeña que iba a ser la más libre y humanizada del continente, comenzó a desplomarse a partir del primer día los anhelos esperanzadores hendidos hoy hasta el tuétano.
Se han escrito docenas de libros sobre esas revolución a partir de todas las perspectivas ideológicas, y si uno tuviera que volver a releer uno de aquellos textos sobre Cuba, se quedaría con el de Plinio Apuleyo Mendoza.
El texto del colombiano –“Gabo, cartas y recuerdos”-, es lo más directo, al haber estado el autor, periodista entonces, sobre la realidad de la isla antillana, a partir del instante en que Fidel y sus barbudos entraron triunfales en La Haban, en el 8 de enero de 1959 tras ser derrocado el presidente Fulgencio Batista.
Aquellas crónicas del paisa se centran en las peripecias de los primeros días de la fundación de la Agencia Prensa Latina, que en poco tiempo tuvo oficinas en cada uno los países de la región con gran influencia del castrismo.
A partir de aquellas directrices marxistas palpadas por el autor de “El sabor de la guayaba”, ya supo, mejor que nadie, hacia donde iba sin retorcerse la revolución comunista. Leer ese documento ofrece más comprensión de la Cuba actual que todas las investigaciones sociopolíticas que se han venido sucediendo después.
Hace la friolera de medio siglo, cuando un utópico Fidel Castro entró en La Habana, ciudad de palacios renacentistas del “Art Nouveau” europeo y una selva de columnas “en la que todos los estilos aparecen representados, conjugados o mestizados hasta el infinito” - en palabras de Alejo Carpentier- , la metrópoli habanera se cristalizó en una litografía alicaída y anticuada.
Todo lo que ha sido la Revolución en estas 6 décadas, se refleja al claroscuro en una urbe habanera arquitectónicamente convertida en momia bajo la mirada quejumbrosa del Faro erguido en el Morro. Su gente día a día canturrea, gimotea, susurra y sigue las predicciones jamás cumplidas de sus babalaos a las puertas de las desvencijadas viviendas, con el mismo garbo e impavidez que sale a buscar algo de comer por esas calles del buen dios marxista, que agarrota el anhelo hasta el cansancio al ritmo plagiario de “Patria, socialismo o muerte”.
Esa fantasmagórica tragedia cubana lleva años hundiéndose en el “mar de la felicidad”, mientras la marchita una brisa cruzando sobre el malecón resquebrajado de La Habana en que las gaviotas, que si pueden cruzar el cielo limpio, son el sueño más anhelado de los jóvenes que añoran ser como ellas: libres sobre cualquier viento.
La isla no es un padecimiento, es la pena misma convertida en malaventura, pan rancio y el ron con sabor agrio.
Y así es la Venezuela de hoy: opaca, colmada de amarguras, hambruna y desolación.
Y es que esa tierra de gracia en la que hemos vivido, amado y escrito durante 38 años, era una algarabía para el espíritu, mientras al presente se halla hendida y avejenta.
Todo lo que se pueda escribir sobre Venezuela hoy, es reflejo al carbón de la situación cubana. Una moneda de la misma catadura, ajada y destrozada hasta el tuétano.