No hay planta que más irradie y humanice de tantas derivas despedazadas como el maíz en tierras latinoamericanas.
Manos calludas sembraron mazorca, y agradecidas, entregaron arepas, mazamorras, porotos, hallacas, mute santandereano, pan de elote, guirila, tamales, nacatama, empanadas y néctares como chicheme, la chica y todo masato. Hay a su vez un asombro que une a los latinoamericanos desde Río Grande a la Pampa argentina o los hielos chilenos: el grano prodigioso y la lucha perenne por conseguir el soplo de la libertad.
Hoy, igual que anteayer, tierras iracundas entre galeras, sótanos, cloacas, fronteras infranqueables, subterráneos cuartelarlos, farallones, montañas de osarios, mientras los morichales, araguaneyes, pinos, palmas, ceibas y araucarias tienen sus cortezas marcadas de cicatrices.
No hay nada que negar. Es suficiente ver ahora mismo en la frontera de México con Estados Unidos a miles de estrujados latinoamericanos esperando encontrar un pedazo de existencia digna. Existió un tiempo en que las penas iracundas caminaron del Sur al Norte del Continente.
Todo exilio forzoso o voluntario a recuento de variadas razones - siendo la primordial las ideas y el hambre - es un ostracismo interior, una ruptura difícil de explicar, y que al convertirse en penuria, solamente el regreso, casi imposible en los actuales momentos, pudiera amainar. Algunos lo intentan a cuenta gotas, pero ante la realidad de la pobreza que envuelve la vida diaria de la nación, la solución a ese crisol desgarrado para largo.
En los últimos años han salido de Venezuela más de 2 millones de personas para convertirse en desterradas, padeciendo en esa esperpéntica travesía necesidades difíciles de superar, problemas de adaptación y soledad imperiosa a granel al no disponer de los sostenes vitales cuando se abandona el lar de la nacencia.
Ese éxodo ha representado una de las más importantes crisis migratorias que hemos vivido en los últimos años.
Leerlo acongoja y mortifica hasta la comisura de la piel, y es que los descendientes de los pueblos “maiceros”, obligados al exilio, saben lo que significa la amargada partida llevando sobre las espaldas, vientos de soledades, angustias y miedos. Mientras, Nicolás Maduro, el autócrata que gobierna el país criollo, se niega a que llegue la ayuda internacional que se halla en estos momentos en la ciudad fronteriza de Cúcuta, frontera de Colombia con Venezuela.
Uno, que ha sido emigrante en el país criollo de la arepa – nuestra boroña asturiana - durante 38 años, siente ahogos ante tanta aflicción sobre un país que ha sido construido para quererle.