Nosotros, los ciudadanos de a pie, una vez que votamos a los políticos, pasamos a ser meros sujetos pasivos de la acción o de la omisión de quienes han resultado elegidos. Queda fuera de nuestro alcance cualquier operación, movimiento o maniobra para exigir que se cumpla lo prometido durante la campaña que figura minuciosamente descrito en el programa electoral. A partir de la elección, el político actúa a su libre albedrio y se dedica a parasitar el presupuesto público.
Ello se debe a que el mandato es representativo, no imperativo y a que el programa electoral no es un contrato cuyo cumplimiento resulte exigible ante los tribunales.
Por eso para los ciudadanos existen dos momentos en el ciclo político en los que se sienten espectadores privilegiados de los sinsabores y disgustos de la clase política.
El primero de ellos es el de la conformación de las listas electorales. Dice la sabiduría popular que lo mejor para lograr un puesto de salida es hacerse amigo de quien confecciona las listas. Pero en tiempos convulsos, ni siquiera esa circunstancia garantiza el éxito. Se hace preciso haber estado en el bando ganador. En cualquier caso los ciudadanos asisten con regocijo al desfile de cadáveres. ¡Se lo merecían! Qué esperaban! ¡Ya robaron bastante!, son algunas de las expresiones que se profieren.
El segundo, es el día de la votación. Aunque lo más sorprendente es que nadie se siente perdedor, asistimos también a un desfile de difuntos. Los que pasan del poder al paro, circulan como despojos humanos; los que se mantienen aunque hayan perdido se convierten en fiambres que tras unos días de reciclaje mental se dan cuenta de que siguen cobrando y recuperan la frescura. En lo que se refiere a los candidatos, es necesario establecer dos líneas rojas que en ningún caso deben sobrepasarse por mucha bondad y virtudes que reúnan los elegidos por el dedo del partido: edad y probidad.
La edad es un factor fundamental para el ejercicio de la política si queremos prestigiarla. No es esta una idea que improvise a la vista de algunos candidatos. La vengo manteniendo desde siempre. Los políticos, como el resto de los empleados públicos deben tener una edad de jubilación. La política no puede concebirse como una actividad marginal, ni un retiro de oro en el que pueda uno refugiarse cuando ha pasado a ser pensionista, para prorrogar unos años más unos ingresos públicos saneados. Hay casos flagrantes como el de la Alcaldesa de Madrid. Si el sistema no la considera apta para poner sentencias ¿lo está para regir los destinos de cuatro millones de ciudadanos? Parece que no. Así no se ennoblece la política. Hay que dar paso a la juventud.
Qué decir de la probidad como sinónimo de honradez, de rectitud que evita que uno incurra en ningún delito. Viene a cuento esta exigencia a raíz de la creación del partido Actúa promovido por Baltasar Garzón y Gaspar Llamazares.
El nombre es enigmático, ¿quién debe actuar, el ciudadano? ¿cómo, dónde, cuando?.
Pero, además, el hecho de que un sujeto condenado por unanimidad por los siete jueces integrantes del tribunal a once años de inhabilitación por el peor delito que puede cometer un juez –prevaricación-, al que le achacan en la sentencia haber colocado el proceso penal español al nivel de regímenes totalitarios y vinculado con Villarejo, forme parte de este partido, lo invalida como opción política. Si fuera un juez tildado de derechas, lo masacrarían a diario los medios.
Las personas deben desempeñar cargos públicos y luego volver a su profesión, no a la inversa, pero ya lo dijo Valle Inclán “En España se premia todo lo malo”.