Nuestra sociedad está aquejada de multitud de problemas: paro, corrupción, inseguridad ciudadana, violencia de género…; pero esos son pequeños resfriados comparados con el cáncer que nos machaca, que nos está consumiendo, que nos puede llevar a la desintegración como nación y al caos económico. Me hago un «Sánchez» a mí mismo si le pongo nombre a ese cáncer: los partidos nacionalistas.
Los partidos nacionalistas tienen de demócratas lo justo para pasar el día. Ejercen el chantaje como método de trabajo habitual. Reparemos, sino, en las 21 medidas que Quim Torra le entregó a Sánchez en el transcurso de su lamentable encuentro en Barcelona, de cuyo cumplimiento hace depender su apoyo a los presupuestos, entre las que se encuentran un referéndum de autodeterminación y la mediación internacional para solucionar el «conflicto» de Cataluña.
Veremos a ver hasta dónde está dispuesto a llegar nuestro insensato Presidente para mantenerse en la Moncloa.
La perniciosa influencia de los partidos nacionalistas crece y se multiplica ante gobiernos débiles, permisivos, que anteponen su interés al interés general.
Los diputados del Congreso representan al pueblo español. ¿Cómo se conjuga este principio con la identificación que, con carácter exclusivo, hacen los representantes nacionalistas como valedores de un interés sectorial cuya protección singular es lo único que les interesa?
La presencia de los partidos nacionalistas en el Congreso de los Diputados -su existencia en el Senado parece lógica dado su carácter de Cámara de representación territorial- es otro de los tributos que el constituyente tuvo que pagar para obtener el consenso constitucional que tan caro estamos pagando al día de hoy.
Eran dos los posibles sistemas electorales por los que, con carácter general, se podía optar: el mayoritario y el proporcional.
El mayoritario -dentro del que caben opciones varias- es proclive a la existencia de dos grandes partidos, favorece el bipartidismo; el proporcional, conduce a un pluralismo amplio y a la aparición de un número considerable de pequeños partidos, en función del umbral electoral que se establezca.
Nuestra Constitución, tras proclamar en su artículo 68 que la circunscripción electoral es la provincia, determina que «la elección se verificará en cada circunscripción atendiendo a criterios de representación proporcional».
Esta regla trató de atenuarse en la ley electoral fijando un umbral del 3 por ciento en cada circunscripción para obtener representación, pero ese umbral se supera con holgura.
Es cierto que de no haber optado por este criterio quizá el consenso constitucional no se hubiera logrado, pero no lo es menos que este hecho, unido a un modelo de Estado inacabado, en el que cada Comunidad Autónoma puja prácticamente a diario para obtener más competencias, convierte nuestra vida política en una insaciable lucha que amenaza con dinamitar la convivencia y la economía.
La pregunta que debemos formularnos es la de si unos partidos que defienden intereses locales, regionales o incluso separatistas y secesionistas, pueden tener asiento en el Congreso, que representa los intereses de la nación entera.
Y la respuesta es no. Además, la lógica de los datos avala la negativa.
El PNV, que se convertirá en el principal problema a corto plazo y que ya demostró que no es de fiar, obtuvo un 1,2 por ciento de los votos a nivel nacional. ¿Es lógico, coherente, e incluso democrático, que los votos de este partido sean decisivos a ese nivel?
La solución pasa por elevar el umbral electoral al 5 por ciento, pero a nivel estatal. Esta medida sana totalmente la enfermedad que nos aqueja, incluso aunque los partidos en cuestión se presenten en coalición.
En caso contrario, ya se sabe: «quien se fía de un lobo, entre sus dientes muere».