Dudo que sea un pensamiento insondable, no obstante, sí la corta iniciación emprendida para entrever una reflexión en las líneas escritas de un año que finaliza, la existencia es el manual único que nunca regresa. Y no es lamentable que así suceda ya que todo retorno suele cansar mucho más que la propia partida.
Es más, si a lo largo de nuestra existencia leyéramos un solo libro, y éste fuera, ejemplo: la tragedia de Hamlet, en él hallaríamos la descobijada y desmembrada esencia humana.
Lo señaló Víctor Hugo con certeza: “¡Hamlet! Espantoso en lo incompleto. Serlo todo y nada. Es príncipe y demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro (.....) aterra a su madre, venga a su padre, y termina con un gigantesco signo de interrogación el temeroso drama de la vida y de la muerte.”
Del autor de la obra –Shakespeare - se pueden decir grandezas. Nada de en él se hizo indiferencia.
Cuenta la Mitología clásica grecolatina que Sísifo, rey de Corinto, famoso por su astucia, al morir fue castigado al infierno, y para no permitirle hacer uso de ninguna de sus tretas, debía empujar hasta la cima de una montaña una pesada piedra, pero ésta, antes de llegar a la cúspide, caía, por lo que debía comenzar de nuevo.
Y en esa misma tarea debe estar en estos instantes el propio Hamlet; personaje sorprendentemente terrible, apocalíptico y al mismo tiempo irónico, al tener el Destino clavado cual púas en sus entrañas.
Ahora bien, la esperanza contiene dos matices: ilusión y destemplanza, dependiendo de cada cual tomar uno de los senderos bifurcados. A su vez el Destino, inapelablemente, es antojo de los dioses.
Alguien parece no estar de acuerdo: Pico de la Mirandolas.
Leyendo la vida del monje Zenón narrada en “Opus Nigrum” por Marguerite Yourcenar, y aprovechando la distensión navideña - si así se puede señalar - nos encontramos con unas palabras del humanista italiano que nos abren la mirada a una expectativa que bien pudiera ser algo tranquilizadora:
Habla el Gran Creador desde la inmensidad del tiempo:
“No te he dado ni rostro, ni lugar alguno que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular, ¡oh Adán!, con el fin de que tu rostro y tus dones seas tú quien los desee, los conquiste y de ese modo los poseas por ti mismo. No te he hecho ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal, a fin de que libremente, a la manera de un buen pintor o de un hábil escultor, remates tu propia forma”.
De esas palabras, y si nos afianzamos en tan estimables señales, retornar a la Ítaca de cada uno no será - aún si nos extinguimos a mitad del camino trajinado - tarea apesadumbra, sino quizás reparadora.
La supervivencia sigue siendo un secreto, un arcano impenetrable sobre un océano de dudas, y debido a ello, aún las pequeñas cosas, como vivir unos años más, nos asombran.