Salimos en un recorrido fugaz al despuntar el alba de Nápoles hacia la cercana isla de Capri. A nuestra izquierda los farallones de Sorrento inclinados entre los promontorios de la costa Amalfitana.
Llevamos meramente un corto equipaje acompañado de dos libros: uno de Oriana Fallaci y otro de Adolfo Bioy Casares.
Del porteño su obra póstuma e inédita. Las páginas de la italiana – enardecidas, sensitivas, aparentando dureza, terrible en sus juicios y algunas veces diabólica- son similares a un abanico chino detrás del cual todo rostro sostiene las contradicciones de la existencia, incluidas la rabia de una pasión en desbandada. En esto se iguala entrañablemente a su compatriota Curzio Malaparte. A los dos siempre los acompañó el escándalo.
En los días en que Curzio era un muerto imperturbable llevado por los caminos de las hondonadas de Prato como arpas de hierba al encuentro de su tumba dentro de un furgón funerario, también se enterraba con él la carne extinta del cadáver materno, la sangre coagulada corriendo como la lava del Vesubio por las callejas de Nápoles al encuentro de su bahía inflamada, mientras grupos de efebos espigados, magullados en su pudor, intensamente desencajados, femeninos hasta la saliva, se ocultaban bajo la Torre del Greco en un acantilado pétreo cara a las azules aguas del mar Tirreno al trasluz los pinos negros y las esperanzas juveniles magulladas.
Si intentara verlos ahora al trasluz del recuerdo, los percibiría con la misma curiosidad de unas gaviotas ahogadas. No es agradable el hedor de una homosexualidad que ha dejado hace mucho tiempo de tener los encantos de las adelfas en flor o laurel romano.
Oriana, equivalente a la libélula envuelta en un capullo que jamás nació, sigue mamando su propia sangre mientras permanece en una perpetua polémica a partir su nacimiento a la literatura, cuando era un proyecto de periodista entre las calles de Florencia.
En vida siguió los pasos del autor de “Carta a la juventud de Europa”, al ser romana por sexo, dolor, resentimiento y ternura.
Muró de un carcinoma envuelto en el vaho de una dama de otoño igual a una matrona desahuciada, sabiendo que detrás de nuestra civilización estaban Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias. Todos los personajes que Luciano Di Crescenzo introdujo en su historia de la filosofía griega. Igualmente Italia con su esplendor y su extraña concepción de la honra y el honor. Igualmente todas las esculturas, la muerte en el circo y su filología arrancada al antiguo mundo conocido
A su vez, tocamos todo palacio y anfiteatro, acueductos, viaductos, las calzadas empedradas que llegaban hasta los confines de Germania y, en los aposentos del Vaticano, al Santo Padre sosegado sobre los huesos de los santos y herejes arrancados de cada uno de los anidados tiempos que no serán jamás indestructibles.
Disculpen: se nos está olvidando recordar sus burdeles, los negros chaperos y los niños vendidos entre latas de sardinas y un euro empolvado en cocaína.
Posiblemente en Capri, cuando la serenidad esperada haga mella en nuestro aliento ambulante, podamos escribir de otro tema. Lo sentimos: la Europa de ahora mismo no da para mucho más.