Ser juez es una profesión, mejor aún, un oficio, que se desarrolla en un ordenamiento complejo, abierto, influenciado por la globalización, dificultado por la denominada hiperlexis y por una sociedad que, afortunadamente, es cada vez más exigente y crítica.
Ser juez es un oficio que genera o debiera generar un altísimo sentido de la responsabilidad, por cuanto tiene atribuida la más importante y transcendente función que se le puede encomendar a un hombre: juzgar a los demás.
¿Por qué de ser un oficio admirado y respetado ha pasado a ser criticado y vilipendiado?
Puntualmente, por la desastrosa gestión llevada a cabo por el Tribunal Supremo en el tema de las hipotecas; pero, no lo olvidemos, el problema es sistémico, y está asociado a una serie de causas concatenadas que dan como resultado la situación que ahora vivimos con más intensidad por razones meramente coyunturales.
Que conste que, a pesar de la polémica desatada con ocasión del anticipo por parte de los partidos políticos de los nombres de los futuros miembros del Consejo General del Poder Judicial, de su Presidente y, por alcance, del Presidente del Tribunal Supremo, no es imputable a tal circunstancia desdoro alguno. El actual sistema de elección es el más democrático y el menos malo de los posibles. ¿Alguien se imagina lo que ocurriría si fueran los propios jueces los que eligieran a su órgano de gobierno? Endogamia y sectarismo camparían por doquier. Según la Constitución, la justicia emana del pueblo y no debe resultar extraño que sean los representantes del pueblo los que elijan a quienes deben gobernar a los jueces. ¿A alguien se le ocurriría defender que fueran los funcionarios los que eligieran al Presidente del Gobierno por ser superior jerárquico?
Los problemas de los jueces tienen otras causas.
En primer lugar, los sistemas de acceso.
Aún colean los Magistrados de designación autonómica, atentado frontal al principio de igualdad ante la ley, al mérito y a la capacidad y al estado de derecho. Que un licenciado en derecho con diez años de colegiación pueda ser metamorfoseado en magistrado por los votos de los diputados autonómicos a los que, en su caso, va a juzgar, provoca sarpullidos.
Los distintos turnos de acceso a la carrera judicial, al margen de la oposición libre, tampoco contribuyen a la dignificación del oficio de juez. Todo lo que no sea igualdad, publicidad, transparencia, mérito, capacidad y objetividad, hace que se resienta la calidad, carencia que se observa en autos y sentencias, huérfanos de la mínima coherencia y consistencia.
El oficio de juez comienza a forjarse con la preparación del temario de la oposición, con el esfuerzo y dedicación diarios, con la superación de las etapas de duda, con el levantamiento de las dificultades... Es así como se va formateando el oficio, que cristalizará o no, pero que sienta bases sólidas de convicción. Las vocaciones tardías y por la puerta de atrás no son buenas en este oficio.
Los jueces estrella, aparte del peligro que representan para la seguridad jurídica, tampoco contribuyen a prestigiar el oficio. Sus aspiraciones mediáticas son altamente peligrosas.
Pero quizá el mayor descrédito venga dado por las puertas giratorias que, sin duda alguna, generan una pérdida de confianza en la justicia. Jueces que tentados por el poder dejan la toga y se convierten en políticos para después retornar al oficio. Lamentable. ¿Alguien se puede creer que Robles o Marlaska pueden ser objetivos e independientes cuando regresen a la judicatura? Están contaminados.
La peor respuesta que el abogado puede darle al cliente es: «A ver qué juez nos toca».
Lo dijo Quevedo: «Menos mal hacen cien delincuentes que un mal juez».