Si la clase política, al igual que el resto de los empleados públicos, se sometiera a un reconocimiento médico con carácter previo a su toma de posesión, es posible que el Presidente Sánchez no hubiera podido jurar o prometer el cargo.
Su Vicepresidenta nos acaba de alertar de que padece lo que la ciencia denomina “doble personalidad”, padecimiento caracterizado por la presencia de dos identidades distintas que tienen poder sobre el comportamiento. Tenemos un Sánchez autor de un plagio del doctorado –por identificarlo de alguna manera- y un Sánchez Presidente del Gobierno, capaz de vender a España a los independentistas para mantenerse en La Moncloa. La última fue presionar a la Abogacía del Estado para que eliminara de su escrito de calificación la acusación de rebeldía.
Los abogados del Estado integran un cuerpo de gran prestigio profesional que les viene dado por la dureza de las pruebas de ingreso. Pero, ya se sabe, incluso en esas élites jurídicas hay paniaguados dispuestos a firmar informes de dudosa procedencia legal. En este caso, fue la jefa máxima, es decir, la que ocupa un puesto de designación libre.
Algunos justifican ese cambio de actitud respecto a actuaciones precedentes sobre la base de entender que el cliente de los abogados del Estado es la Administración y que están sometidos al principio de jerarquía.
Tales justificaciones son inadmisibles. En primer lugar, porque el cliente nunca fija la estrategia jurídica a seguir, y, en segundo lugar, porque asumir que la dependencia jerárquica obliga a traicionar el principio de legalidad y las propias convicciones sería tanto como justificar los crímenes del nazismo, como veremos a continuación.
Eichman era un funcionario de la Administración nazi, gran trabajador y con una capacidad de planificación notable. Fue reclutado para prestar servicio en el mando unificado de Himmler, que englobaba los servicios policiales y la SS.
Se le encargó organizar el transporte de los judíos a los campos de concentración.
Se debatía entre su conciencia y la obediencia. Cumplió fielmente las órdenes que se le impartían porque, a su juicio, su obligación era seguir las instrucciones de sus superiores. Llegó a la conclusión de que él no era dueño de sus actos y de que sus acciones no podían cambiar nada y aceptó seguir con lo que él denominaba “obediencia de los cadáveres”, entregándose con devoción a la tarea de organizar el trasporte a los campos de concentración para el exterminio de una raza.
El caso Eichman es utilizado por la doctrina para evidenciar hasta dónde puede conducir la aplicación literal del principio de jerarquía y de la obediencia debida.
Lejos de abogar por esta interpretación, los funcionarios no deben limitarse a cumplir las órdenes recibidas, y menos aún cuando se trata de imponer un criterio jurídico predeterminado. Si así fuera, estaríamos desactivando los principios éticos y degradando la noble función de jurista. ¿A algún político se le ocurriría imponer a un ingeniero de caminos el hormigón que deben llevar los pilares de un acueducto? ¿Y a un médico el diagnóstico? ¿Por qué admitir que a un jurista se le puedan trazar las líneas de defensa?
Yo, en mi condición de jurista funcionario, jamás admitiría que un superior me señalara con obligatoriedad la interpretación de la ley. Bien es cierto que, en esa condición, nunca sucumbí al regalo envenenado de la libre designación.
Ante este panorama, ante este Gobierno plagado de embusteros, fariseos, improvisadores, engañabobos, incompetentes, oportunistas y charlatanes, ante este PSOE, cabe preguntarse qué ciudadano de buena fe, con un mínimo sentido de la responsabilidad, de la ética, del interés público, los puede votar. Yo no, por supuesto.
Sánchez es un experto en buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.