Mochuelos borrachos

Escucho al alba la canción amancillada que despeina el viento me anunció tu partida. El cante, venido de abajo, entre perenne y dulce, malicioso y poético, me hablaba - como  pocas veces lo hizo- de tu juventud y mi vejez. Otra vez se repetía la misma cantaleta, pero ¡Dios, como dolía:

Recuerdo que te quería

sin preguntarme el porqué.

Si llego a olvidarte un día

yo sé bien por lo que es.

Amanecías como si el alba reventara. Comenzabas a ser mujer y eso creaba picazones en el cuerpo y en algunos pliegues del alma. Cuando te miraba, los ojos eran de cobre, y sentía al hacerlo un calor en el pecho envuelto en sudor  -“sin espuelas  ni estribillo”- como dice la copla.

En aquel cuarto grande  de la casona tejía versos, cosía deseos....me embelesaba de ti. Nadie entendió nunca la forma de crear el fuego, pero tú quemabas, eras llama de un azul intenso, zarza sin consumir, esperanza suelta, raudal y mía.

Cuántas fatigas pasé

por no coger una flor,

y apenas me retiré

ella sola se cayó.

Mochuelos borrachos con aceite santo de candil espiaban nuestras querencias, pero eran tiempos de desnudez completa. Nada nos importaba, ni el viento cruel ni la envidia, pues tú estabas en la edad en que todo corazón necesita beber cariño en cada rincón del camino.

  Estas letras comencé a hilvanarlas de madrugada y, sin darme cuenta, me he ido perdiendo por extraños vericuetos. Hay días - y éste debe ser uno de ellos - que es difícil expresar lo que se siente.

Miro el papel blanco sobre la mesa, levanto la mirada y allí, en formol, están las dos tortugas que se han muerto de la propia muerte, es decir, de olvido. Cuando eran pequeñitas como una hoja de laurel iban de un lado a otro de la casa en un interminable juego. En el balcón de la vereda, lugar predilecto, el sol de la mañana lo inundaba de profunda claridad, y las dos se bañaban en él con un inusitado encanto.

Un día, ignoro la causa, desapreciaron. Pasaron días, semanas, hasta que una noche, moviendo una mata, aparecieron, secas, frías, muertas. Desde entonces están sobre la mesa donde te escribo, dentro de un frasco.

Al ser  un hombre que conoce la noche, he robado flores entre los trigales y bebido rocío mañanero, debido a ello en cierta manera construido de querencias furtivas,  y quizá es esa la razón de tanto comezón.

Vivimos para amar o para que nos quieran, ya que sin ese viento serpentino sobre el alba de nuestra existencia, todo  sería hendidura de ausencia, soledad y miedo.

 

 



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