Esta otrora famosa serie de televisión relataba las peripecias de Pedro (Picapiedra) y Pablo (Mármol). Pedro era un creador de ideas para cuya ejecución contaba con la complicidad de Pablo. El problema es que nunca salían bien.
No sé por qué, esta historia me recuerda la alianza (por no decir contubernio, porque la finalidad es censurable) entre Pedro (Sánchez) y Pablo (Iglesias) para aprobar los presupuestos para el ejercicio de 2019.
Por separado, uno y otro, no son de fiar.
Pedro (Sánchez) es lo que en el lenguaje llano denominaríamos un fantasma, un engreído, un vanidoso o, en asturiano, un «fatu».
Sus vídeos promocionales responden a esa personalidad. El último, en el que recibe a una niña en La Moncloa, es penoso. Además de haber hecho un «Sánchez», es decir, un plagio de un vídeo similar del Primer Ministro canadiense, el diálogo es simple, ramplón y falso. Recomendarle que hay que elegir a los mejores, él que tuvo ya dos bajas y mantiene en su puesto a una Ministra de Justicia que debería estar investigada y apartada de la carrera fiscal, a un Ministro sancionado por la Comisión de la Competencia y a una Portavoz que dejó de incluir en su declaración de bienes una auténtica fortuna, no parece que responda con el mejor ejemplo.
Pablo (Iglesias) es un vendedor de utopías, un creador de ilusiones ficticias, un provocador, un vividor de la política, un revolucionario, un fariseo, un hipócrita. Y también un embustero. Todavía resuenan en el aire aquellas manifestaciones en las que llamaba casta a los que después de abandonar el poder no retornaban a su barrio, con los suyos. Él ni siquiera esperó a ese momento; ya se instaló en un chalet de lujo. Cierto que algunas de sus propuestas son asumibles, sobre todo las que afectan a la ética y a la moralidad de la vida pública (que, por cierto, no se autoaplica), pero otras –las más– constituyen auténticos ataques al sistema, a los procedimientos.
Juntos son un peligro. Pedro (Sánchez) hará lo que haga falta para seguir en el poder; Pablo (Iglesias) hará lo imposible para acabar con la Constitución, con la Monarquía, y abrirá las puertas a la desmembración de España.
La tramitación del presupuesto para 2019 ejemplifica bien a las claras el pelaje de estos personajes.
El presupuesto en cuestión es, en la forma, democráticamente ilícito; en el fondo, destructivo e irreal. No creo que existan precedentes en el mundo civilizado de un presupuesto negociado en una cárcel entre un golpista cuya pretensión es destruir el Estado y un sujeto que no forma parte del Gobierno de la Nación. Surrealista.
No creo tampoco que en una democracia consolidada se pueda permitir que la Ministra de Hacienda afirme que «rehará el presupuesto porque saltárselo es fácil».
El presupuesto se resume en más endeudamiento y en crecimiento de impuestos y, con esta combinación que a corto plazo conduce al paro y a la recesión, Pedro (Sánchez) lo único que pretende es ganar las próximas elecciones, cuya campaña le vamos a financiar todos los españoles.
La estimación de ingresos se parece a las cuentas del Gran Capitán, y el dato que mejor refleja esta afirmación es la cantidad que se pretende recaudar por fraude fiscal, olvidando que, en este tipo de procedimientos, el afianzamiento de la deuda por parte del sujeto pasivo supone la suspensión inmediata del procedimiento, con lo cual no se produce recaudación ni, por tanto, ingreso alguno. Es el comodín al que suelen acudir los malos gestores.
No obstante, Bruselas acabará tragando.
Lo dijo Churchill: Una nación que trate de lograr más prosperidad a base de impuestos es como un hombre metido en un cubo tratando de elevarse tirando del asa.