La noticia es conocida: docenas de menores van desaparecido en su largo peregrinar huyendo de las guerras en Siria, Somalia, los conflictos africanos y en la huida actualmente de hondureños y venezolanos de sus tierras.
Las organizaciones de ayuda temen que muchos de esos pequeños hayan caído en las garras tráfico de personas o hacia los abusos libidinosos.
Desde el primer instante, antes de comenzar a vivir, comienzan a germinar plagas de ortigas y tierras de sequeral.
Cada inocente es una tragedia, una voz que despedaza las entrañas, las estruja y, al final, a todos nosotros nos hace cómplices pasivos.
Las organizaciones humanitarias dedicadas a proteger a los refugiados hablan de cómo “el caos, la inacción y la nefasta gestión de la crisis de refugiados están dejando el terreno libre a las mafias”. Unicef solicita un plan coordinado y coherente. Algunos expertos apuntan a la posibilidad de tomar muestras de ADN en las fronteras por las que llegan los desterrados y poder saber de esa manera y en todo instante el lugar en que han sido ubicados. Una enfermera, en la isla griega de Lesbos, habla: “Los niños huidos de las hostilidades bélicas, de un día para otro, simplemente dejaban de existir”.
Viene al recuerdo una obra que años atrás nos pareció brutal, y ahora la percibimos igual a reflejo de la realidad. Hablamos de la novela “El pájaro pintado” del polaco Jerzy Kosinski.
Lo relatado habla de los padres convencidos de que lo mejor para asegurar la supervivencia de un hijo durante los espantos de una guerra, es alejarlos de ella, los envían al abrigo de un lugar lejano, perdido en la inmensidad de cualquier parte, que en el sumario que nos ciñe son las naciones de Occidente.
Cuando eso acontece muchas de esas criaturas se suelen perder en los vericuetos de un peregrinar insalvable entre los labrantíos del dolor y la muerte.
En las metrópolis, una vez llega ese colectivo de los empobrecido, puñados de niños mendicantes salen, igual a piaras, hacia las travesías y plazas a requerir limosnas, siendo la estampa del padecimiento cuando el cuerpo magullado se abre en canal.
Innumerables están tullidos, ardiendo de fiebre, quebrados sus huesos, y representan un retablo de la podredumbre humana. Se les deja confinados en esas condiciones de conmiseración con la inexcusable obligación de obtener dádivas a cuenta de sus bárbaras deformaciones.
Errantes sin destino, niños y niñas miran al viento como su único cobijo.
La brisa de cada tarde, al verlos, murmura: Ojos hay para solamente llorar.