El aterrador suceso del 11 de septiembre de 2011 en Nueva York, demostró que toda exaltación política-religiosa aglomerada en un minúsculo grupo, pueden realizar fanática acciones que en cortas horas llegan a hincar de rodillas a las nación más pujante del planeta.
Ejemplos concurren en el presente siendo uno de ellos – razón de hacer estas líneas – el palmario reflejo de lo que afirmamos.
El suceso apocalíptico acontecido en el bajo Manhattan contra las emblemáticas “Torres Gemelas” dejando una pavorosa cifra de fallecido y millones de perdidas económicas, ha sido una acción espeluznante de la que ningún país estaba preparado para enfrentase a ella en un espacio de tiempo en que la humanidad pareció estar a la deriva.
Hemos sentido apego hacia Nueva York nada más ver esa mole que sorprende convertida en ardor a primera vista. Cuando acudimos a visitarla por vez primera, se nos había marchitado la juventud y dentro de nosotros se adormecía ese cansancio que imprimen los años cuando a uno le invade el hálito empapado de nostalgia.
Conocimos la urbe andando, camuflados entre el vapor de los conductores subterráneos y los resplandores grises y amarillos de esas fachadas rasgadas de Art Déco, que dejaba espuma de arcos iris en la mirada, entonces menos apagada que ahora. Esos días supimos que en Manhattan comienza el otoño.
Se notará con las primeras hojuelas heladas que caen y en las aguas del río Hudson y reflejan una patina de color terroso.
Muy suave llegaba la niebla y los altos edificios de Manhattan, que son todos, comienzan a desaparecer bajo una sábana de algodón.
Mientras eso sucede en avenidas y plazoletas, en las arboledas del Central Park la tórtola triste, el diminuto gorrión, el arrendajo azul y los patos silvestres, el ánade y la malvasía cariblanca, aves que no emigran en ninguna época del año, se preparan a trenzar sus nidos entre las ramas de los magnolios y cerezos mustios.
Sentado en un banco cercano al Greal Lawx, John Dos Passos había escrito en un cuadernillo de páginas verdosas que le regalaba un librero instalado en el parque: “... las grandes burbujas del crepúsculo que ascienden desde la hierba... se inflan entre las grandes casas grises como dientes muertos, alrededor del parque, y estallan en el índigo cielo”.
No será una frase memorable en ese inmenso jardín que la ciudad amasó con el soliloquio de miles de seres humanos que hallaron la generosa ternura de la naturaleza.
Henry Miller matizó en beneficiosas palabras: “Nueva York... rascacielos, comida, carteles, trabajo, crímenes, amores... Una ciudad entera construida sobre un pozo abierto en la nada”.
Era cierto: no poseía nada, solamente sueños.
Uno comenzó a tener una idea de Nueva York tras las películas en blanco y negro con policías y gángsteres cuyo final siempre finalizaba difuminado sobre Broadway o un cuarto deprimente en la calle 42, en el que su única ventana daba sobre un anunció de whisky, mientras el protagonista concluía besando los carnosos labios de una mujer con cabellos rubio platino.
Tras aquellas escenas que nunca hemos visto realizada y tras haber leído mucha literatura nacida en la ciudad, nos permitimos realizar en sueños un paseo arrabalero entre los bares Algonquin o el St. Regis en pos de las conquistas libertinas de Andy Warhol, Gore Vidal, Truman Capote o Monty Cliff.
Al final de la travesía empujados hacia ninguna parte, nos enredamos con las palabras de Le Corbusier, cuya arquitectura, sin saberlo uno hasta años más tarde, fue pura creación manhattiana que selló esplendorosamente cuando dijo: “Cien veces he pensado que Nueva York es una catástrofe, y cincuenta veces que es una bella catástrofe”.
En dos ocasiones he subido al World Tade Center, esas cuadriculadas garitas del japonés Minuro Yumasaki, el mismo que levantó los planos de las Torres Picasso en Madrid.
Cuando las atalayas fueron criminalmente derribadas en una envoltura de fuego y odio, uno, como tantos miles de turistas que subimos a ellas, sentimos que algo en nosotros se rompía.
Y ahora, finalizadas estas letras y aprovechando que aquí en Europa está reverdeciendo Giuseppe Tomasi Di Lampedusa, auto de “El Gatopardo”, repitamos su frase más notable: “Si queremos que todo siga igual como está, es necesario que todo cambie”.
Quizás sea cierto, más cuando Nueva York, aún cambiando perennemente, sigue ofreciendo el mismo agradable semblante.