Desde que Sánchez irrumpió en el primer plano de la política, lo vengo tachando de insensato, cultivador de la necedad, de la imprudencia y de la falta de sentido y buen juicio. Y a fe que su actitud ante los separatistas catalanes, de los que es rehén, reafirman la procedencia de tales calificativos. El fabricante de Red Bull estará interesado en la fórmula empleada porque Sánchez sí que les ha dado alas.
Lo de insensato queda claro, pero lo de nuevo rico, también. Utilizar el Falcon para ir a un concierto y después negar información sobre su coste declarando el viaje materia reservada es vergonzoso, como lo es usar el helicóptero presidencial para, en compañía de su mujer, recorrer una distancia de ciento cincuenta kilómetros para acudir a un Consejo de Ministros.
¡Qué decir de la postura de su Gobierno con el Juez Llarena, auténtico adalid de la defensa de nuestro Estado de Derecho, de nuestra Constitución y de la integridad de España, con el que la sociedad tiene contraída una deuda impagable! Sánchez, presionado por sus secuestradores, le negó inicialmente la asistencia jurídica para su defensa ante la sediciosa y adulterada demanda civil presentada por Puchi para, presionado posteriormente por las asociaciones progresistas de jueces y fiscales –qué poca personalidad-, dar un giro copernicano y cumplir, como es su obligación, con los términos del Convenio suscrito entre el Consejo General del Poder Judicial y el Ministerio de Justicia, que garantiza la asistencia jurídica a jueces y magistrados cuando se dirija contra ellos alguna acción como consecuencia del desempeño de sus funciones y cargos y que, al no establecer límite territorial alguno, se puede articular por medios propios o externos.
Por cierto, este caso pone de manifiesto que a la Unión Europea le sobra el término «Unión» y también un país, Bélgica, indigno de formar parte del proyecto, que día a día se esfuerza en demostrar que institucional y organizativamente es una KK.
El uso a la «rebatina» –como se diría en Asturias- del Decreto-Ley supone un quebranto de nuestra forma de Estado, de nuestro régimen parlamentario, que se convierte en presidencialista. Solo la permisividad de nuestro Tribunal Constitucional facilita el uso excesivo de esta práctica viciosa.
En el caso de la exhumación de los restos de Franco carece de justificación alguna pues no es un asunto de «extraordinaria y urgente necesidad» y sí podría serlo, sin embargo, en la modificación de la Ley de Estabilidad Presupuestaria para eludir el veto del Senado al objetivo de déficit y deuda de dos mil diecinueve, para cuya modificación se acude a una proposición de ley, lo que da idea de un Gobierno desnortado y sin rumbo.
La idea de anular las sentencias de la época franquista es una estupidez de dimensiones catedralicias solo imaginable en un Gobierno de insensatos. Dicen que hay tres miembros de la carrera judicial en el Gobierno.
Digo «dicen» porque, aunque lo sé, no acabo de creerlo. Necesitarán un reciclaje integral para volver a ejercer y nunca podrán alcanzar el grado de independencia e imparcialidad que son los atributos imprescindibles para poder juzgar. ¿Ninguno de ellos recuerda aquello de la «cosa juzgada», de la inmutabilidad de las sentencias? ¿La política nubla los sentidos y embrutece la mente? ¿Será tan difícil repasar el temario de la oposición y comprobar que la «cosa juzgada» es la gran contribución que el proceso proporciona a la sociedad a favor de la paz social y de la prevención de futuras controversias?
Las ocurrencias de este Gobierno lo hacen insoportable.
Con todo, el problema catalán es el más grave. Que recuerde Sánchez que gobernar no es solucionar problemas, sino hacer callar a los que los provocan.