El congreso celebrado por el PP para elegir a su nuevo Presidente sugiere dos reflexiones.
En primer lugar, la constatación visual del gran número de personas que viven con cargo al presupuesto público sin desarrollar una actividad productiva, en sentido estricto. Piense el lector que la manutención, viajes y hoteles de todo ese contingente se paga con cargo al presupuesto público. El dinero que los parlamentos asignan a los grupos parlamentarios es la principal fuente de financiación de los partidos políticos. Es un dinero que, siendo público en origen, se metamorfosea y se convierte en privado cuando ingresa en los partidos, que son asociaciones particulares. Un camuflaje perfecto. Es indudable que el quehacer político es necesario, pero ¿realmente responde a una exigencia auténtica que sean tantos y tan bien retribuidos los que se dediquen a la política como único trabajo? Tres mil doscientos suena a muchos, pero vistos, son multitud. Multiplique el lector esa cifra por mil y tendrá el número total de miembros de la mayor empresa familiar del país.
En los albores de la democracia, la política, excepto la nacional, era una ocupación complementaria de otra principal, pero con el paso del tiempo se fue profesionalizando y muchos de sus actores pasaron a tener dedicación exclusiva a base de usurpar cometidos tradicionalmente reservados a los funcionarios. Quizá sea el momento de reinventar a Montesquieu y pasar de la división de poderes a la separación de funciones.
En segundo lugar, se constató la muerte del marianismo. ¡Ya era hora! Los tres últimos años de Mariano Rajoy fueron demoledores. Los casos de corrupción eran el desayuno de cada mañana y ni desde el Gobierno, ni desde el partido, se hizo nada para corregirlos. Se aplicó el laissez faire, laissez passer clásico de Rajoy. ¡Qué decir de la gestión de la crisis catalana! Los españoles confiábamos en que no habría ni una sola urna, en que la fuerza del Estado se impondría; contrariamente, comprobamos con rubor y con disgusto cómo los secesionistas se enseñoreaban y dominaban la situación. Vergonzoso.
Pero la gota que colmó el vaso fue la última semana de mandato. Un líder que tuviera por norte el bien común, los intereses colectivos, en el mismo momento que hubiera percibido la posibilidad de que la moción de censura tenía visos de prosperar, hubiera dimitido, propiciando la convocatoria de elecciones generales. Su irresponsabilidad nos arrastró a la situación actual.
Dicen que no hay mal que por bien no venga. La elección de Pablo Casado fue lo mejor de lo peor. La continuidad de Soraya era la consagración del marianismo y, por tanto, el fin del PP.
Pablo parece que tiene las ideas muy claras y reivindica, sin rubor, la vuelta a los planteamientos tradicionales del PP, y lo hace a través de la política.
Dicen las fuerzas autoproclamadas progresistas que representa la derecha más recalcitrante.
Veamos. ¿Defender la Constitución es ser de derechas? ¿Defender la unidad de España es ser de derechas? ¿Fijar como meta la erradicación de los partidos nacionalistas –auténtico cáncer de la democracia- del panorama nacional restringiendo su radio de acción a sus respectivas comunidades autónomas es de ser de derechas? ¿Abogar por la supresión del impuesto de sucesiones que representa la mayor inmoralidad de la Hacienda Pública porque se paga tres veces por lo mismo, es ser de derechas? Si esto es así, yo me apunto.
Pende sobre la cabeza de Pablo el tema del máster. No creo que tenga recorrido, pero recuérdese la máxima que me brindó un buen amigo, sensato y reflexivo donde los haya: «El brazo del enemigo no esconde el golpe jamás, lo que hiere por detrás es siempre mano de amigo».