Estos días acalorados en la Valencia mediterránea - ciudad en que las circunstancias de Venezuela nos han llevado - hemos vuelto a ver en la pequeña pantalla la película “El último tren a Auschwitz”, un trabajo o puesta al alimón entre la actriz y directora checa Dana Vávrová y Joseph Vilsmaer (realizador de “Stalingrado”).
El asesinato sistemático visto en el filme fue pensado y llevado minuciosamente a cabo cual una operación mercantil de empresa, y esa historia llegada igualmente a razón de otros vericuetos es la misma que hoy nos sigue sobrecogiendo. Decir que el hombre y la mujer, en momentos preciosos somos alimañas sanguinarias contra nuestros semejantes, al cabo de los siglos de trascurridos sobre la humanidad, ya no es suficiente. En 1943, los nazis rastreaban cada vivienda del barrio judío de Berlín para dar caza a sus últimos habitantes, “sin distinción de clases sociales, sexo o edad”, siendo llevados a la estación de Grunewald y encerrados en vagones a manera de “los últimos pasajeros sin billete de vuelta con destino a Auschwitz”.
El Séptimo Arte, cajón de Pandora que abarca cada una de las sensaciones más alevosas de la sociedad, nos ha venido ofreciendo permanentemente filmes de ese espanto con matices de paletas ensangrentadas reflejo de la vileza a la que llegan, en nombre de la limpieza étnica, diversos gobiernos a lo largo de la historia. Por cierto: no hace falta ir al pasado siglo para ver esa realidad en toda su crudeza. Hoy sucede en diversos países, aunque de otra forma y con un toque de aparente legalidad. Hace meses, viendo en Berlín la proyección “La sombra del pasado”, relato de una superviviente del Holocausto que gana un billete hacia Cracovia en un cenáculo de víctimas y que tras mucho pensarlo, reúne fuerza y vuelve a Auschwitz, nos dimos cuenta de que Alemania sigue sufriendo a cuenta de su pasado.
Bien lo recuerdo. Desde los ventanales del hotel Kempinski el cielo era de un gris plomizo. Thomas, mi cicerone en la ciudad, vivió, siendo un niño, los años finales de la guerra. No supo de la solución final contra los judíos hasta mucho tiempo después, y aún así su padre le impedía confraternizar con sus compañeros hebreos. En ese tiempo tuvo un amigo, una persona sorprende, sin que lo supieran su progenitor. Se llamaba Leslie Goihman: “rostro rosado, lleno de pecas y un pelo color panocha”.
Thomas nos contaba como un día su conocido no llegó a la escuela y, a partir de ese día jamás lo volvió a ver. Años después supo su malaventura. La noche anterior a su desaparición, un camión de las SS repleto de soldados se lo llevó a él, a su hermana menor y los padres a un campo de concentración. Todos fueron convertidos en humo.
Nuestro acompañante, jubilado hoy en un pueblecito cercano a Berlín, pretendiendo a manera uno de los personajes de Fred Uhlman en “El retorno”, intentó para sí mismo justificar aquella época brutal aunque no puedo. Aún ahora le viene a la memoria una de las frases de Uhlman que mejor refleja el drama desarrollado en aquel escenario de pavor: “No haber vivido nunca hubiera sido lo mejor”.
Elie Wiesel, el escritor francés en lengua yiddish y superviviente de aquella hecatombe, expresó algo certero: “¿Cómo se llora a seis millones de muertos? ¿Cuántas velas se encienden? ¿Cuántas plegarias se oran? ¿Sabemos cómo recordar a las víctimas, su soledad, su impotencia? Nos dejaron sin dejar rastro, y nosotros somos ese rastro”.
Y algo doliente sobre la angustia de ese drama espeluznante: esa crueldad o “solución final”, sucedió hace poco más de 80 años. Menos de un segundo para la historia humana actual.