Cuando me llamó Gustavo para invitarme a pregonar la Fiesta Gastronómica de los “Guisos de la abuela” y darme la fecha -seis de octubre- acepté el reto porque este día tiene un significado muy especial para mí. El seis de octubre de 1966 me establecí en la Plaza Juan XXIII de Oviedo. Por ello, hoy -mis queridos amigos- cumplo 45 años en la hermosa, noble e histórica ciudad carbayona.
Como algunos sabréis nací en Nembra, Aller, en 1943. Años de muchas dificultades y necesidades y, donde viví, hasta los doce años. De aquellos años no puedo olvidar los guisos de mi abuela y de mi madre: arroz al trote; sopes de caldo falso, con orégano y leche -cuando nos dolía la barriga-; sopes de ajo, fideos gordos y patates picantes; castañes esmondaes con refrito de ajo y pimiento; castañes al tambor y al fornu; y farines con leche, boroña y mantega.
El día de la matanza era una fiesta. Mi madre nos preparaba patates rellenes –muy sabroses- con picadillo, picantines, y se afanaba en elaborar un cocido de berces o fabes con patates, morcilla y tocino. Al día siguiente al Sanmartín, agregaba al cocido cabeza de gochu, oreja y costilles adobaes.
¡Qué sabor más bueno!
En nuestra fiesta del Corpus, en Nembra –día grande-, se comía carne asada de rollo y Pitu de Caleya, o sea el gallo del corral. A veces llevábamos un disgusto porque nos lo comía antes el raposu. Ese día, también especial, no podían faltar nuestros postres típicos y excelentes: les casadielles y el panchón, elaborado con harina de escanda, agua, sal, levadura de panadería o formientu, poco amasado y envuelto en berces y al llar con fueyes de castañar, brasero y ceniza
¡Qué panchón más rico!
Por entonces, les muyeres, los domingos por la tarde, en les dances populares cantaban aquello de:
“María, si vas al horru de tocino corta poco;
doce meses trai el año y semanas cuarenta y ocho”.
“En Moreda ta la fame, en Nembra la flojedá;
en Muries y Santibánes, nun tienen barriga ya”
Eso –queridos amigos- eran otros años…
Hoy, la tradición, nos lleva a San Martín de Moreda -el 11 de noviembre- la fiesta más típica del otoño asturiano, declarada de interés turístico nacional. Ese día, las abuelas de todo el concejo, preparan con esmero más de mil cuatrocientos kilos de fabes con su abundante y sabroso compango. El menú único de esa jornada es la buena compañía, les fabes, los callos o truchas, con sus obligados postres, les casadielles y el panchón.
Por todo ello, cumplo con satisfacción y orgullo el encargo de hacer una semblanza y elogio de las recetas de la abuela. Lo hago con sabor a recuerdo, a niñez, a frescura y agradecimiento por esta labor de actualización y rescate festivo que están realizando los amigos de la Fiesta Gastronómica de “los Guisos de la Abuela”.
Las abuelas engarzan lo moderno con lo antiguo, la ilusión con el recuerdo, el mimo con la regañina amorosa. Las abuelas nos enseñan que la comida alimenta algo más que el cuerpo, porque en los manjares mezclan ingredientes y especias con sabiduría, esmero, paciencia… y mucho cariño. Ellas no saben de estrés ni quieren oír hablar de “comida rápida”. ¿Qué es eso?
Las abuelas son capaces de estar horas removiendo y removiendo, con más amor que técnica, con mayor convencimiento que precisión, para lograr unas croquetas que se funden en la boca o un arroz con leche tan suave como dulce. Y con su esfuerzo no buscan mejorar la alimentación del nieto, ni engordarle para que saque mejores notas…, sino una simple frase que les llega al fondo del corazón: ¡Uhmm, qué rico está esto, abuelita…!
Me ha correspondido loar las virtudes de tres platos: patates rellenes, Pitu caleyeru y picatostes. Tres platos que son una ‘fartura’ didáctica, cultural y espiritual.
Comer es una necesidad, preparar la comida es un arte, e invitar a tu mesa a degustar tu obra es el acto más sublime y profundo de toda relación humana.
Les patates rellenes siguen siendo un plato contemporáneo, pero… ¿rellenas de qué? Al igual que las empanadas y les empanadilles que estaban rellenas de ahorro y de aprovechamiento de provisiones. En el relleno estaba el arte de dar nuevos sabores a manjares ya degustados en otras combinaciones.
A nuestras abuelas, ahorradoras experimentadas, les pasaba con la comida lo mismo que con la ropa vieja, hacían milagros prolongándolas en su uso. Es la sabia filosofía del ahorro no avaro: guardar para volver a usar, para que todo, todos, podamos vivir.
El pitu. Me da la impresión de que quién está en peligro de extinción no es el ‘Pitu’ sino la Caleya. El Pitu podría considerarse más una pieza de caza que un habitante “okupa” del corral. Hoy, las caleyas no tienen vida. Las hemos convertido en pistas, carreteras, paseos, autovías… y aunque la Dirección General de Tráfico no les imponga multas por deambular picoteando en esas vías públicas, lo cierto es que sus vidas corren un peligro inminente y están sometidos al estrés continuo del senderista “futinguero” o al estruendo del motero campestre.
Les picatostes. Eran y siguen siendo un reto para la confitería. Son el culmen, el detalle de la comida diaria, el intento de dar dulzura, delicadeza y un toque de fiesta con un pequeño detalle.
En resumen, patates, pitu y picatostes son un todo que nos trae el recuerdo de la grandeza de una forma de vivir: la amistad, el esfuerzo, el cariño, el aprovechamiento de los recursos y la dedicación del tiempo necesario para que los sabores, en la elaboración y degustación pensada, prolonguen la amistad y la familiaridad en el recuerdo de nuestros mejores momentos.
Muchas gracias, buen provecho, y que los platos que pasamos a degustar reivindiquen en nuestras memorias, los mejores recuerdos de nuestras abuelas.