Mientras vamos de Valencia a Oviedo en tren por los collados, matorrales, llanuras terrosas, dobleces y subimos y bajamos Pajares, voy escribiendo estas líneas que son movibles como el vaivén del vagón.
Antes habíamos leído que el brete económico, con más incisión en unos lugares que en otros, ha pegado duro a las editoriales de toda catadura. “Los libros salvan la crisis”, se gritaba antaño con el gesto vehemente parecido al “Cristo salva” de los catecúmenos Testigos de Jehová. Los epítomes literarios no son, mal que nos pese, un asunto de primera necesidad así sean llamados “pan del alma”. Millones de hombres y mujeres nacen, viven y mueren sin haber tenido nunca en sus manos una hoja escrita a la pálida luz de un candil para ayudarlos a sentir la inconmensurable belleza de un poema y, a pesar de esa desazón, han sufrido, amado, gemido y fallecido inclinados en el yermo de la soledad como cualquier genio prodigioso de la literatura universal.
En comparación es más barato comprar un libro que salir a cenar, acudir al cine o asistir a un espectáculo musical, pero eso es válido únicamente en sociedades subdesarrolladas las cuales tampoco abundan en demasía. En este mismo instante, en el corto espacio de escribir esta cuartilla y media, varios cientos de niños mueren de hambre entre los arrabales del planeta Tierra. Otros cruzan nuestro mar de las civilizaciones llamado Mediterráneo en chalupas miserables.
Particularmente uno no concibe la existencia del ser sin los libros; otras personas sin televisión, droga, alcohol o sexo. Se podrá decir que en la literatura hay toda esa materia en abundancia y mucho más, y si añadimos querencia, odio, pasión desmedida, sacrificio, traición envilecida, engaño y los demenciales autócratas de turno, tendremos en un puñado de cuartillas reflejando el Gran Espectáculo del Mundo En “La Caverna” de Platón se alza esa realidad filosófica envolvente.
La parábola de los prisioneros encadenados frente a un muro al fondo de la cueva, pudiendo ver solamente reflejadas en la pared las sombras producidas de objetos que pasan por una hoguera encendida a espaldas de ellos, constituye una memorable realidad: la mayor parte de los hombres y mujeres se contenta, lo mismo que los prisioneros del subterráneo del filosofo griego, con el mundo de la pura apariencia. ¿Culpables? Lo somos sin duda, aunque solamente de haber nacido.
El único favor que nos solicita un libro es que lo leamos, al no coexistir otra forma de enaltecerlo. Se pueden poseer docenas de tomos pulcramente encuadernados en los anaqueles de las estanterías, y aún así, si no se toman entre las manos, se abren y se sumerge uno en sus parajes en cuerpo y alma, todo será estéril.
Sobre la tablerito que escribo estas líneas hilvanadas al socaire del movimiento del tren, me acompaña las “Cartas a Lucilo” del cordobés Séneca. Es un tomo pequeño, cabe en un bolsillo de la chaqueta y lleva unido a mí más de media existencia. Me acompañó en mis largos años de expatriado y al regreso de los mismos. En una de sus máximas nos señala: “Aunque tuviese un pie en el sepulcro, desearía aprender”. Ahí se halla la razón de la presencia de los libros en ese empujar misterioso que es el ir viviendo al socaire de los vientos que nos moldean y nos cincelan tan como somos.