Todo ser humano, en sus deseos de retardar al máximo la llegada del crepúsculo que cierra el círculo del cotidiano vivir, idealiza expectativas que sentimos en nuestro anhelante interior pero de las que no sabemos nada o demasiado poco.
Alguien, en la isla de Creta - la Ítaca de Kavafis y la tierra de El Greco - , podía habar escrito o marcado los versos de la tarde mohína: “Mucho nos queda que hacer hoy, hay que matar de todos los recuerdos, hay que de pena hacer el alma, hay que aprender a vivir de nuevo”, sin que ello, por supuesto, evite nuestro envejecimiento a recuento de la degeneración de nuestras células.
Todo declive es debido, entre otras causas, a los elementos tóxicos producidos a cuenta de las moléculas de oxígeno. Eso significa que cada inhalación de aire, la esencia principal de nuestra conservación, es de igual forma fundamento de la expiración. Paradójico. E
s bien sabido que el oxígeno - gas incoloro, inodoro, esencial para nuestra respiración - es a su vez un elemento tan activo que daña las células. A medida que los años avanzan, los mecanismos de defensa que nos protegen de esos efectos se van debilitando, hasta el punto de que las celdillas se degeneran y sucumben.
Esto nos acerca a los vericuetos del enigma existencial, un concepto tan antiguo como el hombre. La supervivencia, si nos acogemos al concepto pesimista de Schopenhauer, “es una perturbación inútil de la calma del no ser.” Por el contrario Anatole France invocaba que “la vida resulta deliciosa, horrible, encantadora, espantosa, dulce, amarga; y para nosotros lo es todo.”
La muerte es un fenómeno trivial: posee una tirada de 100.000 ejemplares por día. Y, sin embargo, el arcano no está resuelto por las estadísticas, porque subsiste en ellas un hecho esencial: mi propia muerte permanece única. La parca es tan singular y personal como la vida misma y sus variados recovecos son distintos en cada ser humano.
Ese pensamiento nos empuja hacia el espejismo de la inmortalidad esperando convertirnos en un eterno “Judío Errante” de la historia bíblica. Vano ensayo. Los faraones del antiguo Egipto lo intentaron, al igual que otras civilizaciones, y aún no ha salido nadie de sus cuerpos momificados.
El experimento que nos queda por hacer serían las desmesuras de Frankenstein, ese Prometeo creado una noche de lluvia torrencial, rayos, truenos y fuego, en la mente de la escritora inglesa Mary Shelley. A partir su tenebrosidad, muchos escarban en las páginas del gótico linajudo intentando hallar el fuego sagrado de la vida que Dios escondió en algún sitio y no ha dicho donde. El Todopoderoso forjó un papiro que se supone oculto en una cueva del Mar Muerto, y cuyas coordenadas no coinciden donde fueron hallados los Rollos de Qumrn.
Los expertos de esas laminillas de pellejo de oveja virgen perjuran que están allí.
Y así reside una parte de la humanidad que ya cruzó las ocho puertas para entrar en el reino de Jehová esperando la resurrección de esos cuerpos antes que llegue el definitivo Juicio que no será – salvo para los bienaventurados - ninguna canonjía.